Desde el colapso económico hasta el desastre ambiental, pasando por el ascenso de Donald Trump: el neoliberalismo ha desempeñado un papel en todos ellos. ¿Cómo es posible que la izquierda no haya planteado una alternativa?
Imaginen que los ciudadanos de la Unión
Soviética no hubieran oído hablar del comunismo. Pues bien, la mayoría
de la población desconoce el nombre de la ideología que domina nuestras
vidas. Si la mencionan en una conversación, se ganarán un encogimiento
de hombros; y, aunque su interlocutor haya oído el término con
anterioridad, tendrá problemas para definirlo. ¿Saben qué es el
neoliberalismo?
Su anonimato es causa y efecto de su
poder. Ha sido protagonista en crisis de lo más variadas: el colapso
financiero de los años 2007 y 2008, la externalización de dinero y poder
a los paraísos fiscales (los "papeles de Panamá" son solo la punta del
iceberg), la lenta destrucción de la educación y la sanidad públicas, el
resurgimiento de la pobreza infantil, la epidemia de soledad, el
colapso de los ecosistemas y hasta el ascenso de Donald Trump. Sin
embargo, esas crisis nos parecen elementos aislados, que no guardan
relación. No somos conscientes de que todas ellas son producto directo o
indirecto del mismo factor: una filosofía que tiene un nombre; o, más
bien, que lo tenía. ¿Y qué da más poder que actuar de incógnito?
El neoliberalismo es tan ubicuo que ni siquiera lo
reconocemos como ideología. Aparentemente, hemos asumido el ideal de su
fe milenaria como si fuera una fuerza natural; una especie de ley
biológica, como la teoría de la evolución de Darwin. Pero nació con la
intención deliberada de remodelar la vida humana y cambiar el centro del
poder.
Para el neoliberalismo, la competencia es la
característica fundamental de las relaciones sociales. Afirma que "el
mercado" produce beneficios que no se podrían conseguir mediante la
planificación, y convierte a los ciudadanos en consumidores cuyas
opciones democráticas se reducen como mucho a comprar y vender, proceso
que supuestamente premia el mérito y castiga la ineficacia. Todo lo que
limite la competencia es, desde su punto de vista, contrario a la
libertad. Hay que bajar los impuestos, reducir los controles y
privatizar los servicios públicos. Las organizaciones obreras y la
negociación colectiva no son más que distorsiones del mercado que
dificultan la creación de una jerarquía natural de triunfadores y
perdedores. La desigualdad es una virtud: una recompensa al esfuerzo y
un generador de riqueza que beneficia a todos. La pretensión de crear
una sociedad más equitativa es contraproducente y moralmente corrosiva.
El mercado se asegura de que todos reciban lo que merecen.
Asumimos y reproducimos su credo. Los ricos se convencen de que son
ricos por méritos propios, sin que sus privilegios (educativos,
patrimoniales, de clase) hayan tenido nada que ver. Los pobres se culpan
de su fracaso, aunque no puedan hacer gran cosa por cambiar las
circunstancias que determinan su existencia. ¿Desempleo estructural? Si
usted no tiene empleo, es porque carece de iniciativa. ¿Viviendas de
precios desorbitados? Si su cuenta está en números rojos, es por su
incompetencia y falta de previsión. ¿Qué es eso de que el colegio de sus
hijos ya no tiene instalaciones de educación física? Si engordan, es
culpa suya. En un mundo gobernado por la competencia, los que caen pasan
a ser perdedores ante la sociedad y ante sí mismos.
La epidemia de autolesiones, desórdenes alimentarios, depresión,
incomunicación, ansiedad y fobia social es una de las consecuencias de
ese proceso, que Paul Verhaeghe documenta en su libro What About Me?.
No es sorprendente que Gran Bretaña, el país donde la ideología
neoliberal se ha aplicado con más rigor, sea la capital europea de la
soledad. Ahora, todos somos neoliberales.
No es sorprendente que Gran Bretaña, el país donde la ideología neoliberal se ha aplicado con más rigor, sea la capital europea de la soledad.
El término neoliberalismo
se acuñó en París, en una reunión celebrada en 1938. Su definición
ideológica es hija de Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, dos exiliados
austríacos que rechazaban la democracia social (representada por el New Deal
de Franklin Roosevelt y el desarrollo gradual del Estado del bienestar
británico) porque la consideraban una expresión colectivista a la altura
del comunismo y del movimiento nazi.
En Camino de servidumbre
(1944), Hayek afirma que la planificación estatal aplasta el
individualismo y conduce inevitablemente al totalitarismo. Su libro, que
tuvo tanto éxito como La burocracia de Mises,
llegó a ojos de determinados ricos que vieron en su ideología una
oportunidad de librarse de los impuestos y las regulaciones. En 1947,
cuando Hayek fundó la primera organización encargada de extender su
doctrina (la Mont Perelin Society), obtuvo apoyo económico de muchos
millonarios y de sus fundaciones.
Gracias a ellos, Hayek empezó a crear lo que Daniel Stedman Jones describe en Amos del universo
como "una especie de Internacional Neoliberal", una red interatlántica
de académicos, empresarios, periodistas y activistas. Además, sus ricos
promotores financiaron una serie de comités de expertos cuya labor
consistía en perfeccionar y promover el credo; entre ellas, el American
Enterprise Institute, la Heritage Foundation, el Cato Institute, el
Institute of Economic Affairs, el Centre for Policy Studies y el Adam
Smith Institute. También financiaron departamentos y puestos académicos
en muchas universidades, sobre todo de Chicago y Virginia.
Cuanto más crecía el neoliberalismo, más estridente era. La idea de
Hayek de que los Gobiernos debían regular la competencia para impedir
monopolios dio paso entre sus apóstoles estadounidenses −como Milton
Friedman− a la idea de que los monopolios venían a ser un premio a la
eficacia. Pero aquella evolución tuvo otra consecuencia: que el
movimiento perdió el nombre. En 1951, Friedman se definía neoliberal sin
tapujo alguno. Poco después, el término empezó a desaparecer. Y por si
eso no fuera suficientemente extraño en una ideología cada vez más
tajante y en un movimiento cada vez más coherente, no buscaron sustituto
para el nombre perdido.
Ideología en la sombra
A pesar de su dadivosa financiación, el neoliberalismo permaneció al
principio en la sombra. El consenso de posguerra era prácticamente
universal: las recetas económicas de John Maynard Keynes se aplicaban en
muchos lugares del planeta; el pleno empleo y la reducción de la
pobreza eran objetivos comunes de los Estados Unidos y de casi toda
Europa occidental; los impuestos al capital eran altos y los Gobiernos
no se avergonzaban de buscar objetivos sociales mediante servicios
públicos nuevos y nuevas redes de apoyo.
Pero, en la
década de 1970, cuando la crisis económica sacudió las dos orillas del
Atlántico y el keynesianismo se empezó a derrumbar, los principios
neoliberales se empezaron a abrir paso en la cultura dominante. En
palabras de Friedman, "se necesitaba un cambio (...) y ya había una
alternativa preparada". Con ayuda de periodistas y consejeros políticos
adeptos a la causa, consiguieron que los Gobiernos de Jimmy Carter y Jim
Callaghan aplicaran elementos del neoliberalismo (sobre todo en materia
de política monetaria) en los Estados Unidos y Gran Bretaña,
respectivamente.
El resto del paquete llegó
enseguida, tras los triunfos electorales de Margaret Thatcher y Ronald
Reagan: reducciones masivas de los impuestos de los ricos, destrucción
del sindicalismo, desregulación, privatización y tercerización y
subcontratación de los servicios públicos. La doctrina neoliberal se
impuso en casi todo el mundo −y, frecuentemente, sin consenso
democrático de ninguna clase− a través del FMI, el Banco Mundial, el
Tratado de Maastricht y la Organización Mundial del Comercio. Hasta
partidos que habían pertenecido a la izquierda adoptaron sus principios;
por ejemplo, el Laborista y el Demócrata. Como afirma Stedman Jones,
"cuesta encontrar otra utopía que se haya hecho realidad de un modo tan
absoluto".
"Me siento más cerca de una dictadura neoliberal que de un gobierno democrático sin liberalismo", dijo Hayek en una visita al Chile de Pinochet
Puede parecer extraño que un
credo que prometía libertad y capacidad de decisión se promoviera con
este lema: "No hay alternativa". Pero, como dijo Hayek durante una
visita al Chile de Pinochet (uno de los primeros países que aplicaron el
programa de forma exhaustiva), "me siento más cerca de una dictadura
neoliberal que de un gobierno democrático sin liberalismo".
La libertad de los neoliberales, que suena tan bien cuando se expresa
en términos generales, es libertad para el pez grande, no para el
pequeño. Liberarse de los sindicatos y la negociación colectiva
significa libertad para reducir los salarios. Liberarse de las
regulaciones estatales significa libertad para contaminar los ríos,
poner en peligro a los trabajadores, imponer tipos de interés inicuos y
diseñar exóticos instrumentos financieros. Liberarse de los impuestos
significa liberarse de las políticas redistributivas que sacan a la
gente de la pobreza.
En La doctrina del shock, Naomi
Klein demuestra que los teóricos neoliberales propugnan el uso de las
crisis para imponer políticas impopulares, aprovechando el desconcierto
de la gente; por ejemplo, tras el golpe de Pinochet, la guerra de Irak y
el huracán Katrina, que Friedman describió como "una oportunidad para
reformar radicalmente el sistema educativo" de Nueva Orleans. Cuando no
pueden imponer sus principios en un país, los imponen a través de
tratados de carácter internacional que incluyen "instrumentos de
arbitraje entre inversores y Estados", es decir, tribunales externos
donde las corporaciones pueden presionar para que se eliminen las
protecciones sociales y medioambientales. Cada vez que un Parlamento
vota a favor de congelar el precio de la luz, de impedir que las
farmacéuticas estafen al Estado, de proteger acuíferos en peligro por
culpa de explotaciones mineras o de restringir la venta de tabaco, las
corporaciones lo denuncian y, con frecuencia, ganan. Así, la democracia
queda reducida a teatro.
La afirmación de que la
competencia universal depende de un proceso de cuantificación y
comparación universales es otra de las paradojas del neoliberalismo.
Provoca que los trabajadores, las personas que buscan empleo y los
propios servicios públicos se vean sometidos a un régimen opresivo de
evaluación y seguimiento, pensado para identificar a los triunfadores y
castigar a los perdedores. Según Von Mises, su doctrina nos iba a
liberar de la pesadilla burocrática de la planificación central; y, en
lugar de liberarnos de una pesadilla, creó otra.
Menos sindicalismo y más privatizaciones
Los padres del neoliberalismo no lo concibieron como chanchullo de unos
pocos, pero se convirtió rápidamente en eso. El crecimiento económico
de la era neoliberal (desde 1980 en GB y EEUU) es notablemente más bajo
que el de las décadas anteriores; salvo en lo tocante a los más ricos.
Las desigualdades de riqueza e ingresos, que se habían reducido a lo
largo de 60 años, se dispararon gracias a la demolición del
sindicalismo, las reducciones de impuestos, el aumento de los precios de
vivienda y alquiler, las privatizaciones y las desregularizaciones.
La privatización total o parcial de los servicios públicos de energía,
agua, trenes, salud, educación, carreteras y prisiones permitió que las
grandes empresas establecieran peajes en recursos básicos y cobraran
rentas por su uso a los ciudadanos o a los Gobiernos. El término renta
también se refiere a los ingresos que no son fruto del trabajo. Cuando
alguien paga un precio exagerado por un billete de tren, sólo una parte
de dicho precio se destina a compensar a los operadores por el dinero
gastado en combustible, salarios y materiales, entre otras partidas; el
resto es la constatación de que las corporaciones tienen a los
ciudadanos contra la pared.
Los dueños y directivos
de los servicios públicos privatizados o semiprivatizados de Gran
Bretaña ganan fortunas gigantescas mediante el procedimiento de invertir
poco y cobrar mucho. En Rusia y la India, los oligarcas adquieren
bienes estatales en liquidaciones por incendios. En México, Carlos Slim
obtuvo el control de casi toda la red de telefonía fija y móvil y se
convirtió en el hombre más rico del mundo.
Andrew Sayer afirma en Why We Can't Afford the Rich
que la financiarización ha tenido consecuencias parecidas: "Como sucede
con la renta, los intereses son (...) un ingreso acumulativo que no
exige de esfuerzo alguno". Cuanto más se empobrecen los pobres y más se
enriquecen los ricos, más control tienen los segundos sobre otro bien
crucial: el dinero. Los intereses son, sobre todo, una transferencia de
dinero de los pobres a los ricos. Los precios de las propiedades y la
negativa de los Estados a ofrecer financiación condenan a la gente a
cargarse de deudas (piensen en lo que pasó en Gran Bretaña cuando se
cambiaron las becas escolares por créditos escolares), y los bancos y
sus ejecutivos hacen el agosto.
Sayer sostiene que
las cuatro últimas décadas se han caracterizado por una transferencia de
riqueza que no es sólo de pobres a ricos, sino también de unos ricos a
otros: de los que ganan dinero produciendo bienes o servicios a los que
ganan dinero controlando los activos existentes y recogiendo beneficios
de renta, intereses o capital. Los ingresos fruto del trabajo se han
visto sustituidos por ingresos que no dependen de este.
El hundimiento de los mercados ha puesto al neoliberalismo en una
situación difícil. Por si no fuera suficiente con los bancos demasiado
grandes para dejarlos caer, las corporaciones se ven ahora en la
tesitura de ofrecer servicios públicos. Como observó Tony Judt en Ill Fares the Land,
Hayek olvidó que no se puede permitir que los servicios nacionales de
carácter esencial se hundan, lo cual implica que la competencia queda
anulada. Las empresas se llevan los beneficios y el Estado corre con los
gastos.
A mayor fracaso de una ideología, mayor
extremismo en su aplicación. Los Gobiernos utilizan las crisis
neoliberales como excusa y oportunidad para reducir impuestos,
privatizar los servicios públicos que aún no se habían privatizado,
abrir agujeros en la red de protección social, desregularizar a las
corporaciones y volver a regular a los ciudadanos. El Estado que se odia
a sí mismo se dedica a hundir sus dientes en todos los órganos del
sector público.
De la crisis económica a la crisis política
Es posible que la consecuencia más peligrosa del neoliberalismo no sea
la crisis económica que ha causado, sino la crisis política. A medida
que se reduce el poder del Estado, también se reduce nuestra capacidad
para cambiar las cosas mediante el voto. Según la teoría neoliberal, la
gente ejerce su libertad a través del gasto; pero algunos pueden gastar
más que otros y, en la gran democracia de consumidores o accionistas,
los votos no se distribuyen de forma equitativa. El resultado es una
pérdida de poder de las clases baja y media. Y, como los partidos de la
derecha y de la antigua izquierda adoptan políticas neoliberales
parecidas, la pérdida de poder se transforma en pérdida de derechos.
Cada vez hay más gente que se ve expulsada de la política.
Chris Hedges puntualiza que "los movimientos fascistas no encontraron
su base en las personas políticamente activas, sino en las inactivas; en
los 'perdedores' que tenían la sensación, frecuentemente correcta, de
que carecían de voz y espacio en el sistema político". Cuando la
política deja de dirigirse a los ciudadanos, hay gente que la cambia por
consignas, símbolos y sentimientos. Por poner un ejemplo, los
admiradores de Trump parecen creer que los hechos y los argumentos son
irrelevantes.
Judt explicó que, si la tupida malla de
interacciones entre el Estado y los ciudadanos queda reducida a poco
más que autoridad y obediencia, sólo quedará una fuerza que nos una: el
poder del propio Estado. Normalmente, el totalitarismo que temía Hayek
surge cuando los gobiernos pierden la autoridad ética derivada de la
prestación de servicios públicos y se limitan a "engatusar, amenazar y,
finalmente, a coaccionar a la gente para que obedezca".
El neoliberalismo es un dios que fracasó, como el
socialismo real; pero, a diferencia de este, su doctrina se ha
convertido en un zombie que sigue adelante, tambaleándose. Y uno de los motivos es su anonimato. O, más exactamente, un racimo de anonimatos.
La doctrina invisible de la mano invisible tiene promotores invisibles.
Poco a poco, lentamente, hemos empezado a descubrir los nombres de
algunos. Supimos que el Institute of Economic Affairs, que se manifestó
rotundamente en los medios contra el aumento de las regulaciones de la
industria del tabaco, recibía fondos de British American Tobacco desde
1963. Supimos que Charles y David Koch, dos de los hombres más ricos del
mundo, fundaron el instituto del que surgió el Tea Party. Supimos lo
que dijo Charles Kock al crear uno de sus laboratorios de ideas: "para
evitar críticas indeseables, debemos abstenernos de hacer demasiada
publicidad del funcionamiento y sistema directivo de nuestra
organización".
Las palabras que usa el neoliberalismo
tienden más a ocultar que a esclarecer. "El mercado" suena a sistema
natural que se nos impone de forma igualitaria, como la gravedad o la
presión atmosférica, pero está cargado de relaciones de poder. "Lo que
el mercado quiere" suele ser lo que las corporaciones y sus dueños
quieren. La palabra inversión significa dos cosas
muy diferentes, como observa Sayer: una es la financiación de
actividades productivas y socialmente útiles; otra, la compra de
servicios existentes para exprimirlos y obtener rentas, intereses,
dividendos y plusvalías. Usar la misma palabra para dos actividades tan
distintas sirve para "camuflar las fuentes de riqueza" y empujarnos a
confundir su extracción con su creación.
Franquicias, paraísos fiscales y desgravaciones
Hace un siglo, los ricos que habían heredado sus fortunas despreciaban a los nouveau riche;
hasta el punto de que los empresarios buscaban aceptación social
mediante el procedimiento de hacerse pasar por rentistas. En la
actualidad, la relación se ha invertido: los rentistas y herederos se
hacen pasar por emprendedores y afirman que sus riquezas son fruto del
trabajo.
El anonimato y las confusiones del
neoliberalismo se mezclan con la ausencia de nombre y la deslocalización
del capitalismo moderno: Modelos de franquicias que aseguran que los
trabajadores no sepan para quién trabajan; empresas registradas en redes
de paraísos fiscales tan complejas y secretas que ni la policía puede
encontrar a sus propietarios; sistemas de desgravación fiscal que
confunden a los propios Gobiernos y productos financieros que no
entiende nadie.
El neoliberalismo guarda celosamente
su anonimato. Los seguidores de Hayek, Mises y Friedman tienden a
rechazar el término con el argumento, no exento de razón, de que en la
actualidad sólo se usa de forma peyorativa. Algunos se describen como
liberales clásicos o incluso libertarios, pero son descripciones tan
engañosas como curiosamente modestas, porque implican que no hay nada
innovador en Camino de servidumbre, La burocracia o Capitalismo y libertad, el clásico de Friedman.
Cuando las políticas económicas de laissez-faire llevaron a la catástrofe de 1929, Keynes desarrolló una teoría económica completa para sustituirlas. En el año 2008, cuando el neoliberalismo fracasó, no había nada.
A pesar de todo, el proyecto neoliberal tuvo algo admirable; al menos,
en su primera época: fue un conjunto de ideas novedosas promovido por
una red coherente de pensadores y activistas con una estrategia clara.
Fue paciente y persistente. El Camino de servidumbre se convirtió en camino al poder.
El triunfo del neoliberalismo también es un reflejo del fracaso de la izquierda. Cuando las políticas económicas de laissez-faire
llevaron a la catástrofe de 1929, Keynes desarrolló una teoría
económica completa para sustituirlas. Cuando el keynesianismo encalló en
la década de 1970, ya había una alternativa preparada. Pero, en el año
2008, cuando el neoliberalismo fracasó, no había nada. Ese es el motivo
de que el zombie siga adelante. La izquierda no ha producido ningún marco económico nuevo de carácter general desde hace ochenta años.
Toda apelación a lord Keynes es un reconocimiento implícito de fracaso.
Proponer soluciones keynesianas para crisis del siglo XXI es hacer caso
omiso de tres problemas obvios: que movilizar a la gente con ideas
viejas es muy difícil; que los defectos que salieron a la luz en la
década de 1970 no han desaparecido y, sobre todo, que no tienen nada que
decir sobre el peor de nuestros aprietos, la crisis ecológica. El
keynesianismo funciona estimulando el consumo y promoviendo el
crecimiento económico, pero el consumo y el crecimiento económico son
los motores de la destrucción ambiental.
La historia
del keynesianismo y el neoliberalismo demuestra que no basta con
oponerse a un sistema roto. Hay que proponer una alternativa congruente.
Los laboristas, los demócratas y el conjunto de la izquierda se
deberían concentrar en el desarrollo de un programa económico Apollo; un
intento consciente de diseñar un sistema nuevo, a medida de las
exigencias del siglo XXI.
Traducción de Jesús Gómez
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