un El producto en sí, la gestión de residuos, la temporada y las técnicas de cultivo son mucho más relevantes que la distancia recorrida por el alimento
Un término muy de moda entre el movimiento Slow Food es el de los alimentos “Kilómetro cero”. Más allá de la evidente estrategia de márketing que hay detrás (los propios defensores hablan en realidad de “hasta 100 km”, y no escatiman en excepciones), lo cierto es que la distancia recorrida por nuestros alimentos hasta llegar al plato se ha convertido en un creciente motivo de preocupación entre las organizaciones ambientalistas, y parece haber un consenso en la importancia de “comprar local”.
El éxito de esta idea radica sin duda en la simplicidad y aparente evidencia para un consumidor urbanita. Transporte = gasolina = CO2. A menos kilómetros, menos emisiones “y punto”. Pero, como de costumbre, la realidad es harto más compleja y no pocas veces comprar local significa incluso un aumento del consumo energético y de las emisiones contaminantes. Eso por no entrar en la distracción que supone con respecto a los verdaderos problemas ambientales de la agricultura.
¿Incrédulos o desengañados? A continuación explicaremos el por qué y daremos algunos trucos para aplicar a la vida diaria sin agobiarse.
Análisis de ciclo de vida de los alimentos
La afirmación de dos párrafos más arriba -sobre el posible incremento de las emisiones al comprar local- no es gratuita ni está hecha a la ligera. Son ya muy numerosos los estudios, basados en la metodología del análisis de ciclo de vida, los que advierten de estos riesgos.
Un ejemplo ya clásico es el del consumo de tomates frescos producidos en Suecia, en comparación con los importados desde España. Siendo el tomate una planta subtropical, que necesita muchas horas de sol y calor, en los países nórdicos estos solamente se pueden producir en invernadero, con calefacción e iluminación artificial.
Superando el estudio de estos casos individuales, que podrían considerarse aislados, disponemos del magífico análisis de Christopher L. Weber y H. Scott Matthews sobre la dieta del norteamericano medio y sus opciones para mitigar el impacto climático.
Las conclusiones son claras: el 83% de las emisiones de gases de efecto invernadero están relacionadas con la producción del alimento, y solamente el 11% tiene que ver con el transporte. De este último, además, un peso preponderante lo tienen no las grandes distancias, sino el inevitable reparto en camioneta hasta nuestras tiendas y supermercados. Vamos, los famosos “30-100 km” que se aceptan con toda normalidad. Los últimos pocos que recorre el producto, y no los muchos de la mitad de cadena de suministro (y digo mitad, porque del campo al primer centro de almacenaje también se emite muchísimo).
De este hallazgo, y la comparación entre la forma de producir los diferentes tipos de alimentos, se deriva una frase lapidaria para los impulsores del “Kilómetro cero”:
Cambiando la dieta -de carnes rojas y productos lácteos hacia pollo, pescado, huevos o vegetales- en el equivalente a menos de las calorías de un día a la semana, se obtiene una reducción de las emisiones de efecto invernadero superior a la de comprar todos los productos locales.Una receta que, sin embargo, goza de muchísimo menos predicamiento y atención mediática que el famoso “Kilómetro cero”, tal vez porque choca con los intereses proteccionistas de la ganadería patria, importantes grupos industriales, o porque implica un cambio de costumbres -ya no basta con simplemente mirar la etiqueta y tirar de billetera si lo local es más caro-.
En el orden de prioridades para la defensa del medio ambiente, desgraciadamente, hemos empezado la casa por el tejado.
¿Cómo hacer más sostenible nuestra alimentación?
¡Freeeeena! Lo primero que hay que decir es que la misma atención dada a los alimentos -frente a otros sectores- es excesiva con respecto al impacto climático que tiene -al menos en los países ricos-. De nada sirve centrarse en cambiar la alimentación sin antes haber cambiado nuestros hábitos de movilidad en automóvil privado, la calefacción de nuestras viviendas, etc. Más detalles en esta pequeña obra de la que soy coautor.
Si hemos de centrarnos específicamente en el sector agroalimentario, podemos enumerar las siguientes medidas:
- Carnes rojas y lácteos, cuantos menos mejor
Resumiendo: cuanto menos, mucho mejor… y en todo caso de procedencia ecológica y ganadería extensiva. Para obtener proteínas suficientes, podemos sustituir estas carnes por aves, huevos y legumbres. En el resto de productos, el precio será un buen indicador de las emisiones asociadas.
- Fruta y verdura, de temporada
Que en invierno la hortaliza triplique o cuadruplique el precio del verano no es por casualidad. El precio seguirá siendo una muy buena guía en este caso.
- Come fresco y poco procesado… ¡y cocinar en casa no es la solución!
Mucha gente, consciente de ello, no compra comida procesada en el supermercado… pero no cae en la cuenta de las emisiones producidas en propia cocina, donde además la termodinámica juega en nuestra contra con respecto a cocinas industriales: al ser cantidades menores, se pierde muchísimo más calor.
Salvo que se disponga de cocina solar, la respuesta está en comer -dentro de lo posible- fresco y poco procesado.
- Residuos: comerse todo lo que hay en el plato (y la despensa)
La fracción orgánica suele representar entorno al 40-50% en peso de nuestras basuras. De estas, un 15% es carbono que se puede convertir en metano. Según como se gestionen estos residuos, cada kg de comida “tirada” puede suponer hasta unos 4kg CO2eq.
Bonus: Fruits Moches (“frutas feas”). No solo hay que evitar que se tire la comida en casa, sino en toda la cadena de suministro.
- ¿Cultivo ecológico? ¡Depende!
Por un lado, hay muchas maneras de medir el impacto ambiental, y una cosa que puede ser mejor para las aguas puede ser peor para el clima. Y viceversa. Por ejemplo, con frecuencia para reducir el uso de herbicidas se tiene que recurrir a un mayor laboreo.
Por otro lado, cada vez son más las voces que claman contra la laxitud de la certificación ecológica, el “sello” que en muchos casos no supone un cambio de prácticas, sino simplemente de productos.
Respuesta: intenta conocer a tu agricultor, y las prácticas que utiliza. Y aquí tal vez sí que ayude (y bastante) que este sea local, cercano, y facil de visitar (en bicicleta!).
- Cuando el transporte sí juega un papel importante
La regla de oro en estos casos no es cuántos kilómetros ha recorrido, sino cómo los ha recorrido. Y que suele contaminar más el último kilómetro que los cientos de anteriores: porque va en TU COCHE vacío, en vez de en un camión completamente cargado.
Los deberes empiezan siempre por uno mismo, y si tus “productos locales” tienes que ir a buscarlos con un coche a una finca situada a media distancia de la ciudad, poco bien estás haciendo. Los sistemas de reparto de alimentos locales pecan mucho de este error. Pero si puedes ir en bicicleta por vivir cerca, la cosa cambia bastante.
Para hacernos una idea: por cada km que hagas en coche para comprar a un agricultir local 5kg de frutas o verduras, en camión podrían recorrer más de 100 km, en tren unos 100 km y en carguero a granel casi 1.000 km. Si vas a comprar en coche: ¡que sea para volver bien cargado!
En el supermercado lo que hay que evitar a toda costa son productos muy perecederos de origen tropical o cultivados “a contratemporada” en el hemisferio sur (por su disparatado precio los identificarás). Estos suelen venir en avión, donde los kilómetros sí que cuentan -y mucho- en el impacto ambiental.
- No creas siempre lo primero que te dicen
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