Carsten Busk Andersen
Se trata, con otras palabras, de una globalización desequilibrada. Un gobierno puede decidir que ningún trabajador debe usar aerosoles sin máscara, pero no puede prohibir la venta de productos pintados en el extranjero por trabajadores sin máscaras en salas miserables y sin la menor ventilación. Del mismo modo no puede prohibir la venta de productos fabricados con procesos tan contaminantes y por empleados que trabajan en condiciones tan infrahumanos, que estarían prohibidos en el país donde se pretenden vender los productos.
Significa, por supuesto, una competencia constante entre los países del mundo para atraer a las empresas mediante la reducción de los costes ambientales y de seguridad, los impuestos, las prestaciones sociales, nóminas, formación, etc. - todos ellos factores que tienen una influencia decisiva en la calidad de vida de las personas, pero que las empresas en gran medida han externalizado.
Esta externalización significa un adiós al principio de que las cosas se deben hacer, donde mejor y más eficazmente se puede hacerlo y donde menos molestias ocasionan a la población mundial. Con el sistema económico actual, es probable que las empresas más eficaces, menos contaminantes y más ahorradoras en recursos no sean competitivas con empresas de otros países con menos exigencias sobre el medio ambiente, los derechos humanos, salario mínimo, etc.
A medida que estas diferencias crecen, también crece la probabilidad de que la producción se localiza sin tener en cuenta el clima, la distancia al mercado de venta y la presencia de los recursos humanos y naturales. Y de la misma manera aumenta la probabilidad de que la producción se lleva a cabo con un exceso de molestias humanas y recursos naturales en perjuicio de la humanidad.
Otro desequilibrio de nuestro sistema económico refiere a quién participa y, sobre todo, quién no participa en la producción. Para la sociedad como conjunto es una ventaja que toda la población en edad laboral contribuye a la producción material y no material. Interesa que lo máximo posible de gente aporta algo a la comunidad y puede mantenerse por su cuenta. Significa que la sociedad puede concentrar los limitados recursos en atender los ancianos y los enfermos y en la educación de la próxima generación.
Lo que es bueno para la sociedad, sin embargo, es malo para el negocio. Las empresas no se ven beneficiadas de una optimación de los recursos humanos de un país y prefieren cierta reserva laboral. Implica mayor oferta a la hora de contratar nuevos empleados, y un fuerte desempleo, también, ayuda a reducir los salarios, aumentar el ritmo de trabajo, evitar protestas y retener a los trabajadores más rentables.
Que un sistema económico basado en estos premisos a menudo conduce a la exclusión laboral permanente de gran parte de la población en edad de trabajar no es su problema como tampoco es su problema mantener la gente excluida.
¿Qué sucede si mantenemos el sistema económico actual?
Podría ser tentador agarrarnos al sistema económico actual y con reformas limitadas tratar de volver al nivel social y económico, que conocíamos hace unos años. Si el sistema económico más o menos funcionaba entonces, seguramente podría llegar a funcionar otra vez. ¿O no? Pues, requeriría que pusiéramos marcha atrás a la globalización o que la mayoría de los países del tercer mundo de golpe fueran víctimas de una tremenda inestabilidad económica y social y por eso dejaran de ser atractivo para las inversiones de las grandes empresas. La primera opción no es fácil, y la última de ninguna manera deseable. Es probable y, también, deseable que los países del tercer mundo tengan un nivel de la educación cada vez mejor, que tengan mejores infraestructuras y que sean social y políticamente más estables y menos corruptos.
Visto desde esta perspectiva, no parece probable que la eficiencia de los trabajadores en el mundo occidental pueda seguir siendo muchas veces mayor que en el tercer mundo. Y por la misma causa tampoco parece probable que los trabajadores puedan seguir recibiendo salarios y prestaciones sociales muchas veces mayores que allí sin que las empresas planteen trasladarse a algunos de estos países.
La crisis es, por eso, sólo en parte consecuencia de la burbuja inmobiliaria y de las habituales oscilaciones del sistema capitalista. También representa las últimas convulsiones del sistema capitalista con rostro humano, que durante la segunda mitad del siglo XX fue desarrollado en muchos países occidentales como el "estado del bienestar". Sólo una pequeña proporción de la población mundial llegó a conocer esta variante del sistema capitalista, y en muy pocos países se llegó a tal grado de desarrollo que se podría hablar de un sistema social humano. En un mundo globalizado, donde el capital tiene manos libres para invertir en países con menos derechos sociales, menos impuestos y menos requisitos para el medio ambiente y la seguridad, el estado del bienestar tiene cada vez más problemas para sobrevivir. Las clases humildes del mundo occidental son cada vez más pobres y sus derechos sociales más escuetos. Y esta tendencia difícilmente cambiará.
Propuesta de un nuevo orden económico mundial
Dentro del sistema capitalista existe desde siempre una economía alternativa en forma de cooperativas, movimientos cooperativos, etc. Ellos han sido capaces de sobrevivir en un sistema económico que no está diseñado ni pensado para ellos y, por la misma causa, siempre han tenido un papel marginal que nunca ha planteado una amenaza real para el sistema capitalista. Las cooperativas son iniciativas interesantes que pueden mejorar la vida para un grupo reducido de personas, pero solas no darán lugar a un sistema económico generalmente más humano y sostenible. Para lograr este objetivo, debemos necesariamente tocar los pilares del sistema económico actual, y hay que hacerlo tanto a nivel local como internacional. Las economías nacionales y regionales son tan interdependientes que un país solo no puede imponer su propio sistema económico.
Para poder desarrollar un sistema económico más humano y sostenible a nivel nacional, se debe primero - o simultáneamente - cambiar las reglas de las relaciones económicas internacionales, que no sólo deben ser dirigidas por intereses capitalistas, sino también por criterios sociales y ecológicos:
· Para que la competencia entre los países del mundo sea real, esta ha de desarrollarse en condiciones que no vulnera la decencia humana: los trabajadores deben tener un salario que les permita vivir y trabajar en condiciones que no pongan su salud física y mental en riesgo; todo el mundo debe tener acceso a la educación, tener garantizado una pensión digna y tener derecho a una buena atención médica gratuita en caso de enfermedad. Esto no quiere decir que estas condiciones deban ser exactamente las mismas en todos los países del mundo, sino que debe haber un nivel mínimo decente. El padre de los microcréditos y premio Nobel, Muhammad Yunus, de Bangladesh es un defensor prominente de establecer reglas internacionales de este tipo en el ámbito social. Que todos los países cumplan el nivel mínimo, debe ser controlado por organismos internacionales de la misma manera que actualmente se controlan las barreras comerciales y otras intervenciones que distorsionan la libre competencia. Se trata, en pocas palabras, de globalizar el Estado del Bienestar. No se puede dejar a cada empresa fijar los límites de la "Responsabilidad Social Empresarial" (RSE), como se hace actualmente - con este sistema, los menos responsables siempre tendrán una ventaja competitiva que obligará a los más responsables a comportarse indecentemente para sobrevivir.
· Mantener unos niveles sociales dignos sólo es posible si, también, hay una cierta igualdad fiscal. La existencia de paraísos fiscales, donde las empresas y los ricos sólo pagan impuestos simbólicos y, a menudo, ocultan dinero ganado deshonestamente, impide una competencia real y socava la capacidad de cada país de crear una sociedad más humana y ecológica. A través de acuerdos internacionales se debe controlar que los niveles fiscales no bajan de un cierto umbral (los impuestos nunca deben ser cruciales para la elección de domicilio de una empresa), y la protección de dinero negro debe ser prohibido y conducir a severas sanciones internacionales. Del mismo modo, se debe limitar las posibilidades de obtener ganancias especulativas a corto plazo - aquí el famoso impuesto Tobin puede ser una buena solución. Una economía globalizada solo funciona de verdad, si también las normas fiscales y financieras son globales, y estas van acompañadas de un eficaz control a nivel internacional.
· Las reglas de la libre competencia deben asegurar que siempre sea una ventaja para el productor ahorrar en recursos naturales y reducir al mínimo la contaminación. El daño económico y humano que causa la contaminación es enorme y debe ser pagado en su totalidad por el contaminador. Las reglas internacionales de competencia deben prohibir toda forma de externalización de los costes ambientales y crear organismos que verifican que la prohibición se cumple. Del mismo modo, se debe asegurar que el consumo de recursos naturales no supere la capacidad de la naturaleza para restaurar estos recursos. Los recursos naturales que no se recuperan, o que necesitan milenios para recuperarse (como el petróleo), deben tener un precio artificialmente elevado muy por encima del costo de extracción. Solo de esta manera podemos garantizar que las generaciones futuras tengan acceso a estos recursos. Resumidamente se trata de, que todas las generaciones deben abandonar el planeta en, al menos, tan buenas condiciones como lo recibieron.
La competencia sólo puede llamarse libre si se compite en igualdad de condiciones, y la igualdad de condiciones solo se logra si todas las empresas están obligadas a respetar una serie de normas internacionales sobre estos tres puntos. La UE a menudo ha hablado de fortalecer el control de los paraísos fiscales, de proteger el medio ambiente y garantizar unas condiciones más humanas para los pueblos del Tercer Mundo, pero nunca ha sido más que palabras. Tan pronto los bonitos objetivos colisionan con los intereses de la banca y los grandes multinacionales, disminuye el interés en hacer algo real al respecto de forma espectacular. Es significativo que, según Intermon Oxfam, dos tercios de los fondos globales en paraísos fiscales están en paraísos fiscales relacionados con la UE (Man, Gibraltar, Jersey, Guernsey, Luxemburgo, Chipre, Antillas Neerlandesas, Malta, Islas Vírgenes Británicas, Islas Caimán, etc.).
Sin un cambio significativo en el comportamiento de la UE en este terreno no nos libramos nunca de las injusticias del sistema neoliberal. Un país solo no puede boicotear todos los países que sirvan de paraísos fiscales o que hagan dumping social y medio ambiental. Un gran bloque de países como la UE sí puede y debe hacerlo, y el primer paso, evidentemente, es eliminar sus propios paraísos fiscales y establecer un nivel social mínimo decente para su propia población. El segundo paso, globalizar estas medidas.
No se trata de convencer al élite europeo – está claro que no está por el labor – sino de cambiar este élite. Aquí las elecciones europeas de 2014 representan una ocasión excepcional. Mucha gente en muchos países de la Unión está harta del actual sistema económico pero nunca ha tenido la ocasión de expresar su preferencia por una economía más solidaria basada en el bien común. Pues, ¡ofrezcamos esta alternativa! No solo en Catalunya o en España, sino en toda Europa. Juntos podemos llegar mucho más lejos que aislados aquí en un rincón de la península Ibérica. Solo si logramos algunos avances allí, nuestras propuestas de sueldo mínimo garantizado o de repartir el trabajo serán viables aquí. De eso no tengo la menor duda.
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