La ignorancia está detrás de tanta complacencia ante una trayectoria que nos lleva al desastre
En mi anterior columna (La revolución más importante)
describí las profundas transformaciones que están ocurriendo en el mundo
de la energía. La explosión del consumo en Asia, liderado por China, la
irrupción del continente americano como posible fuente principal de
petróleo y gas para el mundo, la nueva híper-competencia entre países y
empresas y la inminente autosuficiencia de EEUU son algunos de los
cambios que nos alertan sobre la conformación de un nuevo orden
energético mundial. Quizás, el más inesperado de estos cambios es que
las discusiones entre los expertos han pasado del énfasis en la escasez
de energía a su abundancia. Un estudio de Citigroup, por ejemplo,
concluye que el consumo de energía llegará a su nivel más alto en 2020, y
que de ahí en adelante declinará.
Todo esto, que puede parecer muy bueno para los consumidores, es al mismo tiempo devastador para el planeta. Y como los consumidores somos habitantes del planeta, también es devastador para nosotros y nuestros descendientes. En este nuevo orden energético reinan el carbón, el gas y el petróleo, mientras que la energía solar, nuclear, eólica y las demás que provienen de fuentes renovables y no tan dañinas para el medio ambiente quedan en desventaja. Esto quiere decir que las emisiones de CO2 causado por la actividad humana que contribuyen al calentamiento global no solo no disminuirán como sería deseable, sino que, por lo contrario, irán en aumento.
Nota para los escépticos: Si usted no cree que el cambio climático es
provocado por las emisiones de Co2 generadas por los humanos, lea los
11.944 artículos científicos publicados entre 1991 y 2011 por 29.083
autores. De ellos, el 98.4% que toma una posición al respecto concluye
que el calentamiento global es producido por nosotros. [John Cook y
coautores en IOP-Environmental Research Letters, Mayo 2013).
Tristemente, parece inevitable que seguiremos emitiendo Co2 a una velocidad que llevará a que la temperatura promedio del planeta aumente en al menos dos grados centígrados. Estos dos grados más cambiarán drásticamente el mundo tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Y no para bien.
¿A qué se debe tanta complacencia ante a una trayectoria que nos lleva al desastre? Hay varias razones. Ignorancia. Desconfianza de la opinión pública hacia los “expertos” y escepticismo sobre la validez de las investigaciones científicas. Plazos aparentemente muy lejanos para que los efectos se hagan sentir en toda su magnitud, y que por lo tanto crean la ilusión de que el calentamiento global no es una emergencia y que queda tiempo para actuar. La crisis económica y otras urgencias que no dejan tiempo, dinero o capital político para problemas que no son inmediatos. Insuficiente solidaridad intergeneracional (los adultos de hoy no hemos demostrado estar muy dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para dejar un mundo más vivible a los niños y jóvenes). La generalizada sensación de impotencia y resignación ante la información de que las tendencias climáticas son imparables.
¿Y, entonces, qué hacer? No hay soluciones mágicas, pero sí una serie de esfuerzos que pueden, si no revertir, al menos desacelerar la marcha al desastre. Encarecer el uso de energía que emite Co2 e invertir masivamente en nuevas tecnologías son dos objetivos obvios. Pero el problema no es el qué hacer, sino tener la voluntad de hacerlo. Y eso es lo que falta.
Quizás la buena noticia es que la madre naturaleza está contribuyendo a que todos tengamos más incentivos para hacer los sacrificios necesarios para mitigar las consecuencias del calentamiento global. Las campanadas de alerta suenan cada vez más cerca de casa. Ya no se trata de ver por televisión escenas de remotos glaciares derritiéndose; para cada vez más personas en todo el mundo ya solo basta con mirar por la ventana. Alemania acaba de sufrir las peores inundaciones en quinientos años. Estados Unidos ha tenido la racha más devastadora de tornados jamás registrada. Brasil, Argentina, Chile y Colombia enfrentan el peor ciclo hidrológico en décadas, lo cual reduce su capacidad de producción hidroeléctrica, aumenta los precios de la electricidad y les obliga a usar combustibles más contaminantes. En muchos países los ciclos de las cosechas están cambiando y con ellos los patrones de producción agrícola. El número de refugiados y personas desplazadas debido a las catástrofes climáticas supera al provocado por guerras y conflictos políticos.
Y la lista de campanadas sigue. La esperanza es que pronto los políticos las oigan y comiencen a descubrir que se pueden ganar elecciones prometiendo sacrificios en el presente para salvar el futuro.
Todo esto, que puede parecer muy bueno para los consumidores, es al mismo tiempo devastador para el planeta. Y como los consumidores somos habitantes del planeta, también es devastador para nosotros y nuestros descendientes. En este nuevo orden energético reinan el carbón, el gas y el petróleo, mientras que la energía solar, nuclear, eólica y las demás que provienen de fuentes renovables y no tan dañinas para el medio ambiente quedan en desventaja. Esto quiere decir que las emisiones de CO2 causado por la actividad humana que contribuyen al calentamiento global no solo no disminuirán como sería deseable, sino que, por lo contrario, irán en aumento.
Las campanadas de alerta suenan cada vez más
cerca de casa. Ya no se trata de ver por televisión escenas de remotos
glaciares derritiéndose; para cada vez más personas en todo el mundo ya
solo basta con mirar por la ventana
Tristemente, parece inevitable que seguiremos emitiendo Co2 a una velocidad que llevará a que la temperatura promedio del planeta aumente en al menos dos grados centígrados. Estos dos grados más cambiarán drásticamente el mundo tal y como lo hemos conocido hasta ahora. Y no para bien.
¿A qué se debe tanta complacencia ante a una trayectoria que nos lleva al desastre? Hay varias razones. Ignorancia. Desconfianza de la opinión pública hacia los “expertos” y escepticismo sobre la validez de las investigaciones científicas. Plazos aparentemente muy lejanos para que los efectos se hagan sentir en toda su magnitud, y que por lo tanto crean la ilusión de que el calentamiento global no es una emergencia y que queda tiempo para actuar. La crisis económica y otras urgencias que no dejan tiempo, dinero o capital político para problemas que no son inmediatos. Insuficiente solidaridad intergeneracional (los adultos de hoy no hemos demostrado estar muy dispuestos a hacer los sacrificios necesarios para dejar un mundo más vivible a los niños y jóvenes). La generalizada sensación de impotencia y resignación ante la información de que las tendencias climáticas son imparables.
¿Y, entonces, qué hacer? No hay soluciones mágicas, pero sí una serie de esfuerzos que pueden, si no revertir, al menos desacelerar la marcha al desastre. Encarecer el uso de energía que emite Co2 e invertir masivamente en nuevas tecnologías son dos objetivos obvios. Pero el problema no es el qué hacer, sino tener la voluntad de hacerlo. Y eso es lo que falta.
Quizás la buena noticia es que la madre naturaleza está contribuyendo a que todos tengamos más incentivos para hacer los sacrificios necesarios para mitigar las consecuencias del calentamiento global. Las campanadas de alerta suenan cada vez más cerca de casa. Ya no se trata de ver por televisión escenas de remotos glaciares derritiéndose; para cada vez más personas en todo el mundo ya solo basta con mirar por la ventana. Alemania acaba de sufrir las peores inundaciones en quinientos años. Estados Unidos ha tenido la racha más devastadora de tornados jamás registrada. Brasil, Argentina, Chile y Colombia enfrentan el peor ciclo hidrológico en décadas, lo cual reduce su capacidad de producción hidroeléctrica, aumenta los precios de la electricidad y les obliga a usar combustibles más contaminantes. En muchos países los ciclos de las cosechas están cambiando y con ellos los patrones de producción agrícola. El número de refugiados y personas desplazadas debido a las catástrofes climáticas supera al provocado por guerras y conflictos políticos.
Y la lista de campanadas sigue. La esperanza es que pronto los políticos las oigan y comiencen a descubrir que se pueden ganar elecciones prometiendo sacrificios en el presente para salvar el futuro.
El seminario el sábado pasado daba una importancia excesiva a la cuestión si quedan pocos o muchos recursos fósiles. Mucho indica que podemos seguir contaminando mucho tiempo todavía. La cuestión es que no nos conviene seguir así. El actual sistema con crecimiento sin límites implica una continua degradación del medio ambiente con aire y agua cada vez más sucio, cada vez menos espacios naturales, cada vez más residuos y cada vez menos calidad de vida. No esperemos que venga un cambio automático causado por la falta de recursos que obliga a sustituir el actual sistema económico por otro más respetuoso con el medio ambiente y basado en el bien común. Tenemos que pelear por este cambio, y más vale darnos un poco de prisa porque si no, vamos a dejar un planeta totalmente inhabitable para nuestros hijos.
ResponEliminaCarsten, de acuerdo solo en parte con tu crítica. La cuestión es, dejando de lado la industria, como conseguir un cambio en el consumo y en la movilidad de todos los ciudadanos. Algunas de las experiencias de las que hablamos ponían el acento en un cambio de comportamientos mas sostenibles y la misma definición de economía estacionaria tiene en cuenta la cuestión de los gases de efectos invernadero y de la contaminación. De todas maneras te adelanto que durante el próximo otoño pensamos organizar una jornada sobre energía en la que vamos a hablar de ese tema entre otros.
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