El Parlamento francés (Asamblea y Senado) aprobó en abril una ley que
obligará al Gobierno de turno a presentar, el primer martes de octubre
de cada año, un informe en el que se analicen una serie de indicadores
sobre desigualdad, calidad de vida y desarrollo sostenible, y que
permita evaluar el impacto de las reformas aprobadas el año anterior, o
en curso, en esos tres apartados. La ley, producto de la iniciativa de
una diputada verde, Eva Sas, necesitó muchos meses de debate antes de que el Ejecutivo de Manuel Valls, y la oposición, la aceptaran.
Es muy posible que la nueva norma no sea capaz de modificar la realidad francesa, pero, aun así, ayudará a conocerla mucho mejor, con un paso fundamental: obligar al Parlamento a discutir (casi al mismo tiempo que sobre los Presupuestos) sobre una serie de indicadores que reflejen la vida cotidiana de los ciudadanos y no solamente las previsiones de crecimiento del PIB y del empleo. Se diría que el debate sobre la desigualdad empieza a instalarse con fuerza en la política europea.
En España sería insólito que una ley propuesta por un grupo minoritario saliera adelante, sin que el gran partido en el Gobierno la rechazara de plano, por principio. O quizás hubiera sido mucho pedir hasta ahora. Quizás en el próximo Parlamento, con el escenario político más fragmentado, sea posible presenciar algo parecido. Habría que dar la bienvenida a ese cambio con entusiasmo, porque de él depende, en parte, la calidad de la vida parlamentaria.
La idea detrás de la ley de Sas es simple: hasta ahora, los Gobiernos presentan ante el Parlamento una serie de macroindicadores que miden el crecimiento que experimentó, y que va a experimentar, la economía, según sus cálculos. Pero esos indicadores no miden la calidad de ese crecimiento ni si está reflejando las aspiraciones de los ciudadanos. Un ejemplo: desde 2009 el PIB de Estados Unidos creció un 12%, pero los ingresos medios de los ciudadanos bajaron un 3%. Como escribió, con ironía, el economista Eloi Laurent, profesor en Sciences-Po de París y en la Universidad de Stanford, “centrarse en el PIB empieza a ser la mejor manera de perder unas elecciones”.
¿Se imaginan un debate en el Congreso de los Diputados en el que se discuta obligatoriamente sobre los niveles de desigualdad, ingresos reales de los ciudadanos, situación, comparada por comunidades autónomas, de la sanidad y de la educación pública o preservación del medio ambiente, con datos proporcionados por un organismo independiente, aceptado por unos y otros? ¿Se imaginan un debate parlamentario que parta de la evaluación del impacto que ha tenido una ley aprobada en el curso anterior?
Ya se sabe que las leyes se presentan al Parlamento con un estudio de impacto presupuestario y medioambiental elaborado por el ministerio implicado, pero esto es otra cosa. Se trata de analizar y comprender qué efecto ha tenido su aplicación respecto a los objetivos que pretendía y a otros parámetros, relacionados todos ellos con objetivos de igualdad y bienestar. En España supondría casi una revolución porque hasta ahora ha sido absolutamente imposible evaluar el efecto real, detallado y desglosado de las reformas que se han puesto en marcha con motivo de la crisis y que se han llegado a amontonar unas sobre otras (como sucede con las reformas laborales o las del Código Penal) sin que nadie tuviera una idea clara de qué efectos estaba teniendo la norma anterior.
La exitosa propuesta de Eva Sas nace de un movimiento internacional que lleva ya algunos años en marcha y que respaldan importantes economistas de todo el mundo. Leyes parecidas se han aprobado ya en Nueva Zelanda, Australia, Escocia, Bélgica o Alemania. Poco a poco se va instalando la idea de que no es posible medir el éxito de un Gobierno por el crecimiento que haya experimentado el PIB durante su gestión (aunque ese sea un indicador muy necesario), sino por otro tipo de indicadores que reflejen hasta qué punto esa gestión satisface las necesidades de la mayoría de la población.
Es muy posible que la nueva norma no sea capaz de modificar la realidad francesa, pero, aun así, ayudará a conocerla mucho mejor, con un paso fundamental: obligar al Parlamento a discutir (casi al mismo tiempo que sobre los Presupuestos) sobre una serie de indicadores que reflejen la vida cotidiana de los ciudadanos y no solamente las previsiones de crecimiento del PIB y del empleo. Se diría que el debate sobre la desigualdad empieza a instalarse con fuerza en la política europea.
En España sería insólito que una ley propuesta por un grupo minoritario saliera adelante, sin que el gran partido en el Gobierno la rechazara de plano, por principio. O quizás hubiera sido mucho pedir hasta ahora. Quizás en el próximo Parlamento, con el escenario político más fragmentado, sea posible presenciar algo parecido. Habría que dar la bienvenida a ese cambio con entusiasmo, porque de él depende, en parte, la calidad de la vida parlamentaria.
La idea detrás de la ley de Sas es simple: hasta ahora, los Gobiernos presentan ante el Parlamento una serie de macroindicadores que miden el crecimiento que experimentó, y que va a experimentar, la economía, según sus cálculos. Pero esos indicadores no miden la calidad de ese crecimiento ni si está reflejando las aspiraciones de los ciudadanos. Un ejemplo: desde 2009 el PIB de Estados Unidos creció un 12%, pero los ingresos medios de los ciudadanos bajaron un 3%. Como escribió, con ironía, el economista Eloi Laurent, profesor en Sciences-Po de París y en la Universidad de Stanford, “centrarse en el PIB empieza a ser la mejor manera de perder unas elecciones”.
¿Se imaginan un debate en el Congreso de los Diputados en el que se discuta obligatoriamente sobre los niveles de desigualdad, ingresos reales de los ciudadanos, situación, comparada por comunidades autónomas, de la sanidad y de la educación pública o preservación del medio ambiente, con datos proporcionados por un organismo independiente, aceptado por unos y otros? ¿Se imaginan un debate parlamentario que parta de la evaluación del impacto que ha tenido una ley aprobada en el curso anterior?
Ya se sabe que las leyes se presentan al Parlamento con un estudio de impacto presupuestario y medioambiental elaborado por el ministerio implicado, pero esto es otra cosa. Se trata de analizar y comprender qué efecto ha tenido su aplicación respecto a los objetivos que pretendía y a otros parámetros, relacionados todos ellos con objetivos de igualdad y bienestar. En España supondría casi una revolución porque hasta ahora ha sido absolutamente imposible evaluar el efecto real, detallado y desglosado de las reformas que se han puesto en marcha con motivo de la crisis y que se han llegado a amontonar unas sobre otras (como sucede con las reformas laborales o las del Código Penal) sin que nadie tuviera una idea clara de qué efectos estaba teniendo la norma anterior.
La exitosa propuesta de Eva Sas nace de un movimiento internacional que lleva ya algunos años en marcha y que respaldan importantes economistas de todo el mundo. Leyes parecidas se han aprobado ya en Nueva Zelanda, Australia, Escocia, Bélgica o Alemania. Poco a poco se va instalando la idea de que no es posible medir el éxito de un Gobierno por el crecimiento que haya experimentado el PIB durante su gestión (aunque ese sea un indicador muy necesario), sino por otro tipo de indicadores que reflejen hasta qué punto esa gestión satisface las necesidades de la mayoría de la población.
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