En la mayoría de los países de la OCDE, un empleo por el salario mínimo es insuficiente para salir de la pobreza
El análisis de la debacle del partido laborista en las recientes
elecciones británicas revela que una de las claves de la derrota, además
del escaso carisma de su líder, fue el excesivo énfasis de la narrativa
laborista en la desigualdad y la redistribución. La ausencia de un
mensaje coherente sobre el modelo económico que creará riqueza, que dará
una oportunidad de progresar a los menos afortunados —los llamados
votantes “con aspiraciones”— resultó nefasto. Es un mensaje que los
líderes políticos españoles tendrán que absorber de cara a las
elecciones generales, no sea que confundan el enfado con la corrupción
con la ausencia de un deseo de crecer y progresar. La desigualdad se ha
convertido en uno de los temas de moda de la profesión económica, pero
no siempre ha sido así. Los principales manuales de economía dedican
escaso espacio, si acaso, a la desigualdad y la lucha contra la pobreza.
Hay corrientes de pensamiento que afirman que el estudio de la
desigualdad puede ser contraproducente, ya que desvía la atención de la
creación de riqueza y del crecimiento.
Tony Atkinson, profesor de la London School of Economics, acaba de publicar un tratado sobre la desigualdad —Inequality. What can be done?,
Harvard University Press— que debería ser lectura obligada para todos,
independientemente de la ideología. El profesor Atkinson desgrana en
detalle porqué la distribución de la renta es importante, cómo medirla
de manera adecuada, de qué factores depende, y como se puede modificar
con políticas económicas. La desigualdad no solo afecta económica y
psicológicamente a las personas sino que, según el FMI y la OCDE,
dificulta el crecimiento: una mayor pobreza reduce el capital humano y
suele generar inestabilidad política que reduce la inversión. Al
requerir más distribución, la desigualdad aumenta el uso de impuestos
distorsionantes que pueden dañar el crecimiento. La OCDE estima que la
desigualdad ha reducido la riqueza casi cinco puntos en los últimos 20
años. También aumenta la fragilidad del crecimiento. La desigualdad fue
un factor en la pasada crisis financiera, sobre todo en Estados Unidos,
donde los más pobres tuvieron que aumentar su apalancamiento para poder
comprar unas viviendas cada vez más fuera de su alcance. La desigualdad
además es persistente. Los hijos de los más pobres nacen con un tremendo
handicap a la hora de progresar económicamente, los resultados de una
generación limitan las oportunidades de la siguiente generación. La
desigualdad es fruto de una combinación de factores, sobre todo la
globalización y el progreso tecnológico. Pero es peligroso detenerse
solo en esos dos factores, porque daría la sensación de que el avance de
la desigualdad es inevitable, que no se puede hacer nada al respecto al
depender de dos tendencias imparables. La distribución de impuestos y
gastos es tan importante como esas dos tendencias. Y también la
disparidad dentro de las instituciones democráticas de un país. Cuanto
más distinta es la composición del parlamento respecto a la población
del país, mayor es la desigualdad económica en ese país.
En la mayoría de los países de la OCDE un empleo por el salario mínimo es insuficiente para salir de la pobreza
Por otro lado, hay un cierto componente hipócrita en este novel
énfasis en la desigualdad del mundo rico, sobre todo en las políticas
anti-inmigración que se proponen para contrarrestarla. Tan solo el 15%
de la población mundial vive en el mundo desarrollado, pero representa
el 40% del consumo mundial. Es nuestra obligación modal ayudar a los que
salieron perdiendo en la lotería del lugar de nacimiento. Por suerte,
los mismos factores que han contribuido a aumentar la desigualdad en el
mundo desarrollado, la globalización y el progreso tecnológico, están
reduciendo la desigualdad a nivel mundial. En la última década, cientos
de millones de personas, sobre todo en el África Subsahariana, han
abandonado la pobreza extrema y se han incorporado a la clase
trabajadora, donde pueden ahora disfrutar de bienes de consumo básicos.
Mis colegas Paolo Mauro y Tomas Hellebrandt del Peterson Institute for
International Economics pronostican que la desigualdad global seguirá
descendiendo en las próximas décadas y permitirá a cientos de millones
de personas (sobre todo en India) acceder a productos de consumo
duraderos como automóviles o neveras, y a cientos de millones más (sobre
todo en China) alcanzar niveles de consumo similares a los de las
clases medias de las economías avanzadas. El capitalismo esta siendo un
gran éxito.
Uno de argumentos analíticos que se derivan del libro del profesor
Atkinson es que el empleo no es suficiente para salir de la pobreza. Si
la paga es escasa, el empleo no basta. En Estados Unidos, en 2014 era
imposible pagar el alquiler de un apartamento de dos habitaciones
trabajando 40 horas al salario mínimo y limitando el pago a un 30% de
los ingresos. Dependiendo del Estado, había que trabajar desde un mínimo
de 69 horas semanales (Arizona) hasta un máximo 138 horas (Maryland).
Pero no es solo un problema estadounidense, donde es sabido que el
salario mínimo es insuficiente. En la gran mayoría de los países de la
OCDE un empleo de 40 horas semanales al salario mínimo es insuficiente
para salir del umbral de la pobreza (definido como un 50% de la renta
neta familiar mediana en cada país). En los cuatro peores casos, la
República Checa, Estonia, España, y la República Eslovaca, hacen falta
más de 70 horas semanales al salario mínimo para salir del umbral de la
pobreza.
Si, 72 horas en España, uno de los países más desiguales y con menos
redistribución de la OCDE, sobre todo tras la crisis. Desde 2008, la
renta del 10% más pobre ha caído un 13%, cuatro veces más que la caída
de la renta media de la población. Como resultado la renta media del 10%
más rico es catorce veces mayor que la renta media del 10% más pobre.
Este ratio es nueve veces en la media de la OCDE, tan solo seis veces en
los países nórdicos. España no es un país pobre, pero tiene demasiados
pobres.
Es una cuestión ética, que va más allá de argumentos económicos
acerca del impacto del salario mínimo sobre el empleo. Un empleo de 40
horas debe de ser suficiente para garantizar un nivel de vida digno.
Pero esto no implica necesariamente un salario mínimo mucho mayor. Hay
maneras más eficientes, o complementarias, como los impuestos negativos
sobre la renta, que además de aumentar el ingreso neto mejoran los
incentivos para la búsqueda de empleo. Fomentar el aumento del tamaño de
las empresas, para que sean más productivas y paguen más, reduce la
desigualdad de la renta. Atkinson va mucho más allá y propone como
modelo ideal la renta de participación, garantizada a todo aquel que
participe en la sociedad. El problema, como siempre, es como
financiarla.
El debate sobre la desigualdad no ha hecho más que empezar. Lean el libro de Atkinson. Hay que saber para poder opinar.
Ángel Ubide es senior fellow del Peterson Institute for International Economics. En Twitter: @angelubide.
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