Paul Mason 28/02/2016
Para beneficiarnos por completo de la
revolución de la automatización, necesitamos una renta básica universal,
una disminución drástica de la jornada laboral y una redefinición del
ser humano sin el trabajo.
La revolución de la automatización es posible, pero sin un cambio radical en las convenciones sociales que subyacen al trabajo, jamás se producirá. La verdadera distopía llegará si, por temer al desempleo masivo y a la desidia psicológica que este pudiera causar, terminamos atrofiando la tercera revolución industrial. En su lugar, acabaríamos creando millones de puestos de trabajo de baja cualificación, que resultan absolutamente innecesarios.
La solución, entonces, radica en empezar a desvincular efectivamente el trabajo de los salarios. Uno puede contemplar los inicios de esta escisión en un vuelo cualquiera de negocios. Los hombres y mujeres que viajan en el avión lo hacen encorvados sobre sus ordenadores portátiles y tabletas, con los codos tan cerca unos de otros que, si se tratara de una fábrica, ya la habrían cerrado por motivos de salud y seguridad.
Sin embargo, de algún modo, se trata de una fábrica y, de hecho, sus ocupantes están trabajando —al menos parte del tiempo—. Saltan de una hoja de cálculo a una película, al correo electrónico o al juego del solitario: ninguno de ellos tiene activado el temporizador —a no ser que integren una de esas profesiones que contabilizan el tiempo, como las derivadas del derecho—. En el extremo más cualificado de la fuerza de trabajo, cada vez se trabaja más por objetivos y menos por horas.
No obstante, para librar debidamente la revolución de la automatización, es probable que necesitemos la combinación de una renta básica universal, retribuida mediante la recaudación de impuestos, y una reducción drástica de la jornada laboral oficial. Por lo general, el norte de Europa está a la vanguardia en esto: Suecia ha reducido ya la jornada a seis horas, mientras que Finlandia experimenta con la idea de una renta básica ciudadana.
La renta básica exhibe oponentes tanto en la derecha como en la izquierda, teniéndola los primeros por una forma de abaratar el bienestar social. Así, su contribución más valiosa habría de venir del subsidio de pago único, el cual favorecería una rápida automatización de la economía.
En caso de que se esta produjera, merecería la pena considerar en detalle el papel que las tecnologías pudieran desempeñar. Actualmente, se destina la mayor parte de los esfuerzos a la robotización, la cual nos ha provisto ya de blancas criaturas antropomórficas capaces de bailar música disco al unísono. Antes bien, el verdadero potencial de la automatización debe radicar en la inteligencia artificial, el aprendizaje automático y los sistemas autoregenerables.
En “The last job on earth” (El último trabajo en la tierra), una trabajadora llamada Alice se frustra enormemente cuando una máquina se niega a dispensarle su medicamento. A medida que la sociedad deviene más automatizada, podríamos alcanzar un estado en el que la epidemiología llegara a emplear sensores a tiempo real con los que evaluar nuestra salud y amonestar al trabajador: tiene usted probabilidades de caer enfermo esta noche, hemos introducido los fármacos apropiados en el aire acondicionado de su casa.
Una sociedad con menos trabajo es solamente una distopía si su sistema social está orientado a distribuir las compensaciones a través del empleo. A principios del siglo XIX, los socialistas utópicos no solo trataron de imaginar una alternativa, sino también de ponerla en funcionamiento mediante comunidades cerradas ligeramente estrafalarias, inspiradas en los escritos del filósofo Charles Fourier.
Fourier predijo célebremente que el trabajo podría convertirse en un elemento lúdico —sus cualidades absorberían las del ocio, el humor e incluso el erotismo—. Podríamos revolotear de un trabajo a otro de distinta índole, olvidándonos solazosamente de su función productiva.
El marxismo se fundó sobre la base del rechazo a esta idea: el socialismo antiutópico se centraba fundamentalmente en reducir el trabajo al mínimo, al tiempo que se incrementaba al máximo el tiempo libre.
Hoy, dado que todas las utopías actuales acerca del trabajo se erigen sobre la posibilidad de su desaparición, lo mejor que uno puede decir en el debate del ocio frente al trabajo es que resulta un tema complejo. Muchos de nosotros trabajamos con un único dispositivo portátil, el cual, más allá de nuestros contactos, correos electrónicos, guiones y demás, contiene sobre todo gran parte de nuestro yo externalizado.
Ya podemos contemplar nuestra propia fragmentación, nuestra conversión en entes “multicanal”, pues las comunicaciones en red invaden espacios como la mesa del comedor o la cama compartida, lo que de otro modo sería una oficina jerarquizada.
El mayor enigma de la sociedad poslaboral es qué ocurrirá con el yo cuando no pueda definirse frente a la identidad corporativa, frente a sus habilidades laborales o su antigüedad profesional. No tardaremos en descubrirlo.
editor de economía de Channel 4 News. Su libro Postcapitalismo: A
guide to our Future, ha sido publicado por Penguin en 2015.
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