Economistas progresistas y conservadores apoyan la renta básica
La renta básica empezó en forma de utopía defendida, en tres siglos
diferentes, por pensadores como Thomas Paine, Bertrand Russell o James
Meade. Hoy, sin embargo, ha calado en ámbitos académicos, se asoma a algunos programas políticos de ideologías diversas
—en algunos casos opuestas— y se perfila, si no como una realidad a
corto plazo, sí como una opción posible en un horizonte temporal más
amplio. De idea de nicho, en muy pocos años ha pasado a ser ampliamente
conocida por sectores crecientes de la población. Y, si la voluntad
política acompaña, podríamos verla pronto como una realidad en países de
nuestro entorno. Si es capaz de unir, aunque con motivaciones bien
distintas, a economistas ideológicamente dispares como Milton Friedman y
John Kenneth Galbraith, ¿qué podría frenarla?
Entre los intelectuales progresistas, tres razones empujan a la puesta en marcha de una asignación económica a cada ciudadano, por el mero hecho de serlo y sin distinción alguna, suficiente para cubrir sus necesidades básicas: la justicia social —“la riqueza de una sociedad es resultado del esfuerzo de las generaciones pasadas, no solo de la actual, y repartirla es una cuestión de justicia”, en palabras de Guy Standing, profesor de la Universidad de Londres—; la erradicación de la pobreza — John Kenneth Galbraith: “Un país rico como EE UU bien puede permitirse sacar a todos sus ciudadanos de la pobreza”— y la redistribución de las ganancias derivadas de la automatización —ya en 1995 Jeremy Rifkin se refería a la renta básica como la herramienta más efectiva para proteger a los trabajadores desplazados por las máquinas—.
En el ámbito puramente político, el exministro griego de Finanzas
Yanis Varoufakis se ha referido recientemente a la renta básica como una
aproximación “absolutamente esencial” para el futuro de la
socialdemocracia; los laboristas británicos estudian “de cerca” la idea
como antídoto contra la robotización y, en España, pese a haber pasado
de proponer una renta básica universal a una renta garantizada con menos
fondos, Podemos sigue incluyéndola en sus programas electorales con una cuantía de 600 euros por persona hasta un máximo de 1.290 euros por unidad familiar.
Como efectos colaterales positivos, sus defensores en la izquierda aseguran que presionaría al alza los salarios más bajos —ya que nadie se vería forzado a llevar a cabo los trabajos más duros y los empleadores se verían obligados a aumentar su retribución— y contribuiría al desarrollo del voluntariado y del trabajo comunitario. Se trata, dicen sus más fervientes valedores, de una reformulación de un Estado de Bienestar 2.0 acechado por los efectos de la globalización; de una suerte de “vacuna contra los problemas sociales del siglo XXI”, en palabras de Scott Santens, uno de sus más férreos defensores. Todo, claro está, sin tocar los dos pilares básicos de la socialdemocracia: la educación y la sanidad pública, universal y de calidad.
Aunque tradicionalmente la renta básica ha sido asociada a las
ideologías progresistas y en los sectores conservadores ha gozado de
mucho menos predicamento, dos de sus popes clásicos como Friederich
Hayek o Milton Friedman no han dudado en respaldar la idea como parte de
su ideal social. Hayek, nobel de Economía en 1974, se limitó a apoyar
una suerte de “suelo del que nadie tenga que caer incluso cuando no es
capaz de mantenerse a sí mismo” (Derecho, legislación y libertad,
1981). Friedman, en cambio, defendió la puesta en marcha de un impuesto
negativo sobre la renta como un suelo “para todas aquellas personas en
situación de necesidad, sin importar las razones, que dañe lo menos
posible su independencia”.
Más recientemente, intelectuales conservadores de cabecera en EE UU como Charles Murray han defendido el concepto como una alternativa a un Estado de Bienestar que detestan y que, a su juicio, está en pleno proceso de “autodestrucción”. Murray propone una asignación anual de 10.000 dólares (algo menos de 9.000 euros) al año a cada adulto mayor de 25 años que sustituya a todas las transferencias sociales y al programa de atención médica Medicare. “Bajo los criterios conservadores”, escribía recientemente el politólogo del think tank American Enterprise Institute, esta renta básica “es claramente superior al sistema actual para terminar con la pobreza involuntaria”. Se trata, argumentan, de unificar el complejo sistema de ayudas sociales vigente en muchos países, simplificar la burocracia, eliminar ineficiencias y reestablecer la libertad individual.
Las reticencias en ambos lados del espectro ideológico también son notables, especialmente en el caso conservador. Si en la izquierda el sector crítico considera que la renta básica laminaría el poder de negociación de los sindicatos y daría alas a quienes piden mayor flexibilidad del mercado de trabajo, sus pares en la derecha elevan el tono por la inflación que generaría, la imposibilidad de ponerla en marcha con el esquema fiscal actual y, sobre todo, por su efecto desincentivador del trabajo.
Sin embargo, la idea sigue abriéndose camino. Suiza la sometió en junio a referéndum (perdió, eso sí, por amplia mayoría); la cuarta ciudad más poblada de Países Bajos, Utrecht, probará desde enero una asignación 960 euros al mes durante dos años a 250 de sus ciudadanos para analizar los pros y los contras de la medida; en Finlandia, la coalición de Gobierno de centroderecha en la que están los populistas ultraconservadores de Verdaderos Finlandeses, también pondrá en marcha un proyecto piloto en 2017 de entre 500 y 700 euros mensuales para entre 5.000 y 10.000 mayores de edad. Quizá el caso más llamativo es el de la aceleradora de start-ups Y Combinator, que ensaya un pago de entre 1.000 y 2.000 dólares mensuales a 100 familias de Oakland (California): la principal cuna de emprendedores del planeta, de la que parte la llamada cuarta revolución industrial, empieza a vislumbrar en la renta básica la panacea para un mundo cada vez más rico y eficiente, pero también desigual.
Esas dos ideas, una economía cada vez más digitalizada y desarrollada y una inequidad galopante, empujan a la renta básica. Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido un momento mejor para nacer que el actual: según los cálculos más conservadores, el bienestar material global se ha triplicado en los últimos 65 años, tal y como destacaba recientemente en un artículo de Bradford Delong publicado por este diario. La irrupción de Internet ha abierto un abanico inédito de posibilidades. Pero la automatización y robotización que ha contribuido a abaratar un sinfín de procesos productivos también ha traído consigo crecientes bolsas de paro.
La predicción, hace casi un siglo, de John Maynard Keynes en su ensayo Posibilidades económicas para nuestros nietos (1930) es hoy más real que nunca: “Estamos siendo afligidos por una nueva enfermedad (...): el desempleo tecnológico (...) ”. Contra esta realidad y a la luz de los últimos estudios que calculan que entre el 35% y el 50% de los puestos de trabajo están en riesgo de automatización, la renta básica merece, al menos, un estudio concienzudo de sus muchas ventajas y algunos inconvenientes.
Entre los intelectuales progresistas, tres razones empujan a la puesta en marcha de una asignación económica a cada ciudadano, por el mero hecho de serlo y sin distinción alguna, suficiente para cubrir sus necesidades básicas: la justicia social —“la riqueza de una sociedad es resultado del esfuerzo de las generaciones pasadas, no solo de la actual, y repartirla es una cuestión de justicia”, en palabras de Guy Standing, profesor de la Universidad de Londres—; la erradicación de la pobreza — John Kenneth Galbraith: “Un país rico como EE UU bien puede permitirse sacar a todos sus ciudadanos de la pobreza”— y la redistribución de las ganancias derivadas de la automatización —ya en 1995 Jeremy Rifkin se refería a la renta básica como la herramienta más efectiva para proteger a los trabajadores desplazados por las máquinas—.
Como efectos colaterales positivos, sus defensores en la izquierda aseguran que presionaría al alza los salarios más bajos —ya que nadie se vería forzado a llevar a cabo los trabajos más duros y los empleadores se verían obligados a aumentar su retribución— y contribuiría al desarrollo del voluntariado y del trabajo comunitario. Se trata, dicen sus más fervientes valedores, de una reformulación de un Estado de Bienestar 2.0 acechado por los efectos de la globalización; de una suerte de “vacuna contra los problemas sociales del siglo XXI”, en palabras de Scott Santens, uno de sus más férreos defensores. Todo, claro está, sin tocar los dos pilares básicos de la socialdemocracia: la educación y la sanidad pública, universal y de calidad.
Se trataría de unificar el sistema de ayudas sociales, simplificar la burocracia y eliminar ineficiencias
Más recientemente, intelectuales conservadores de cabecera en EE UU como Charles Murray han defendido el concepto como una alternativa a un Estado de Bienestar que detestan y que, a su juicio, está en pleno proceso de “autodestrucción”. Murray propone una asignación anual de 10.000 dólares (algo menos de 9.000 euros) al año a cada adulto mayor de 25 años que sustituya a todas las transferencias sociales y al programa de atención médica Medicare. “Bajo los criterios conservadores”, escribía recientemente el politólogo del think tank American Enterprise Institute, esta renta básica “es claramente superior al sistema actual para terminar con la pobreza involuntaria”. Se trata, argumentan, de unificar el complejo sistema de ayudas sociales vigente en muchos países, simplificar la burocracia, eliminar ineficiencias y reestablecer la libertad individual.
Las reticencias en ambos lados del espectro ideológico también son notables, especialmente en el caso conservador. Si en la izquierda el sector crítico considera que la renta básica laminaría el poder de negociación de los sindicatos y daría alas a quienes piden mayor flexibilidad del mercado de trabajo, sus pares en la derecha elevan el tono por la inflación que generaría, la imposibilidad de ponerla en marcha con el esquema fiscal actual y, sobre todo, por su efecto desincentivador del trabajo.
Sin embargo, la idea sigue abriéndose camino. Suiza la sometió en junio a referéndum (perdió, eso sí, por amplia mayoría); la cuarta ciudad más poblada de Países Bajos, Utrecht, probará desde enero una asignación 960 euros al mes durante dos años a 250 de sus ciudadanos para analizar los pros y los contras de la medida; en Finlandia, la coalición de Gobierno de centroderecha en la que están los populistas ultraconservadores de Verdaderos Finlandeses, también pondrá en marcha un proyecto piloto en 2017 de entre 500 y 700 euros mensuales para entre 5.000 y 10.000 mayores de edad. Quizá el caso más llamativo es el de la aceleradora de start-ups Y Combinator, que ensaya un pago de entre 1.000 y 2.000 dólares mensuales a 100 familias de Oakland (California): la principal cuna de emprendedores del planeta, de la que parte la llamada cuarta revolución industrial, empieza a vislumbrar en la renta básica la panacea para un mundo cada vez más rico y eficiente, pero también desigual.
Esas dos ideas, una economía cada vez más digitalizada y desarrollada y una inequidad galopante, empujan a la renta básica. Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido un momento mejor para nacer que el actual: según los cálculos más conservadores, el bienestar material global se ha triplicado en los últimos 65 años, tal y como destacaba recientemente en un artículo de Bradford Delong publicado por este diario. La irrupción de Internet ha abierto un abanico inédito de posibilidades. Pero la automatización y robotización que ha contribuido a abaratar un sinfín de procesos productivos también ha traído consigo crecientes bolsas de paro.
La predicción, hace casi un siglo, de John Maynard Keynes en su ensayo Posibilidades económicas para nuestros nietos (1930) es hoy más real que nunca: “Estamos siendo afligidos por una nueva enfermedad (...): el desempleo tecnológico (...) ”. Contra esta realidad y a la luz de los últimos estudios que calculan que entre el 35% y el 50% de los puestos de trabajo están en riesgo de automatización, la renta básica merece, al menos, un estudio concienzudo de sus muchas ventajas y algunos inconvenientes.
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