dijous, 25 de febrer del 2016

Cinco años para evitar la debacle de 'El Planeta de los simios'

Article publicat a El Confidencial

Emilio Santiago Muiño nos saca los colores

El libro 'Rutas sin mapa', premio Catarata de Ensayo, contiene un potente programa para afrontar el desastre ecológico

Foto: Fotograma de 'El amanecer del planeta de los simios'
Fotograma de 'El amanecer del planeta de los simios'
Un libro corto y contundente está sacudiendo el activismo en España. Se presentó la semana pasada, desbordando las expectativas. “Mi novia llegó diez minutos tarde y no pudo entrar”, explica el joven antropólogo Emilio Santiago Muiño, con un gesto de rubor. El texto ha ganado el premio Catarata de Ensayo. Su tesis planta cara al delirio consumista y al deterioro ecológico (válgamos la redundancia). El título completo es 'Rutas sin mapa: Horizontes de la transición ecosocial'. Huyendo del tono catastrófico, con ánimo cálido y constructivo, nos ofrece una útil composición de lugar. Debajo de su estilo mesurado, aparece un bofetón a nuestro modo de vida, además de una denuncia del sonambulismo de la izquierda y la derecha en cuestiones ecológicas.


Rutas sin mapa
Rutas sin mapa
La portada del libro reproduce la escena más famosa de ‘El planeta de los simios’, donde Charlton Heston va caminando por la playa y se encuentra enterrada la Estatua de la Libertad. En la página veintitrés dices lo siguiente: “Podemos contar con aproximadamente un lustro para efectuar una gran intervención pedagógica con vistas a crear un estado de opinión pública capaz de conformar una mayoría mayoría social en pos del cambio”.
Pregunta. ¿Solo nos quedan cinco años? 
Respuesta. Me parece importante poner una fecha. Lo que intento decir es que ya no se puede organizar una transición ordenada. Cinco años es una fecha manejable a nivel mental. La oportunidad de hacer las cosas bien ya la hemos perdido. En nuestro escenario, ya nadie nos libra de unos niveles de sufrimiento social alto. Eso lo tengo claro. Lo que quiere decir “cinco años” es que hay que actuar ya porque el panorama es muy sombrío. Ya no podemos tomar tierra de manera normal, solo intentar un aterrizaje de emergencia.
P. ¿De qué tipo de sufrimiento social hablamos?
R. A todos los niveles. Los sistemas políticos tienen inercias: aunque mañana se pusiera en marcha un programa de transición serio, esas inercias harían que los efectos del cambio climático que ya están en marcha tuvieran sus costes. Hay efectos que no podemos parar, desde los refugiados climáticos hasta el colapso social que ha creado esta oleada creciente de protestas. Ya estamos a los mayores niveles desde hace cincuenta años y una crisis climática lo multiplicaría exponencialmente. Nos enfrentamos a un naufragio antropológico importante. Lo que está en juego es la misma modernidad de nuestra civilización. Quizá tengamos que renunciar a ella. En 2015 y 2016 hemos visto las oleadas de refugiados que vienen a Europa, que en gran parte tienen que ver con cuestiones climáticas. El calentamiento global inunda las costas y muchas ciudades se vuelven inhabitables.
P. Señala dos caminos para salir de nuestra apatía. El primero, tomado del intelectual marxista Manuel Sacristán, dice que necesitamos algo parecido a una conversión religiosa. El segundo, inspirado en la Historia reciente, sugiere que deberíamos comportarnos con la misma unidad y entrega que los países europeos durante de la Segunda Guerra Mundial.  
R. Los menciono como equivalentes funcionales, no como propuestas de inspiración directa. El nudo gordiano del problema es el marco de nuestros deseos, que está socialmente construido. Tenemos que ser capaces  de proponer un horizonte en que el decrecimiento de consumo sea algo vitalmente excitante. Hay que modificar por completo nuestros patrones vitales. Por eso Sacristán pensaba en las conversiones religiosas, que son procesos que nos cambian por completo. Es lo que necesitamos. O ese furor bélico de la Segunda Guerra Mundial que hizo que la población fuera muy proclive a embarcarse en tareas colectivas.
P. Describe de manera contundente nuestra debilidad consumista: “Una sociedad que considera un derecho adquirido comer langostinos en Navidad o irse un fin de semana a Londres a ver un concierto, una sociedad que protesta porque se reduce en diez kilómetros por hora el límite de velocidad en autopistas es una sociedad muy poco preparada humanamente para la escasez que se nos viene encima”.  
R. Diría que parecemos condenados al ecofascismo. Puede ser que estemos dispuestos a cualquier cosa para no renunciar a esos pequeños privilegios. Quizá vamos a un escenario de élites encerradas en chalés, que para pagar sus caprichos condenan al resto del mundo a una especie de favelización. Afrontar la crisis ecológica es un tabú político, ya que los partidos de izquierda y derecha saben que este asunto les hace perder votos. Nadie quiere hablar de decrecimiento, ni de austeridad de consumo, que no tiene nada que ver con la austeridad que impone la Troika, sino con ser capaces de autorestringir nuestros impulsos y deseos. Es muy significativo que en el encuentro “Un Plan B para Europa”, que se acaba de celebrar en Madrid, no se hablase en ningún momento de límites de crecimiento económico o del deterioro ecológico. La idea de la izquierda y de muchos movimientos sociales es seguir creciendo para redistribuir. El problema del neokeynesianismo es que se topa con un freno, que son los límites biofísicos de nuestro planeta, que ya están aquí. El reto es convencer a los votantes de que una vida más austera puede ser una vida mejor.
P. ¿Cómo se consigue eso?
R. Me parece crucial entender que la abundancia no es una sustancia. Nadie puede decir “esto es la abundancia”. La abundancia es una relación de medios y de fines. Si tú cambias de fines, encuentras otro tipos de riqueza, desde la mejora de las relaciones personales, hasta la riqueza poética, pasando por otra que todos entendemos que es la riqueza de tiempo. La escasez de días libres es endémica en nuestras sociedades. Ahí tenemos mimbres para construir un concepto de “vida buena” que no gravite alrededor de la sociedad de consumo. Podemos mantener niveles de vida similares a los de sociedades industriales de perfil bajo o a la antigua vida de los pueblos. En principio, a muchos puede sonarles como un horror, pero es algo que estamos demandando ahora, cuando el fin de semana planeamos la escapadita en coche para irnos a una casa rural. Antes de que este país se volviera gilipollas, la gente pasaba las vacaciones en el pueblo, ahora tenemos que pagar un dineral para ir a un caserío con spa. Lo que debemos buscar, lo que necesitamos, son mimbres que ya estaban aquí.
P. Hablas del peligro del ecofascismo. ¿Cómo lo describirías?
R. Es un término ambiguo que alude a muchas cosas. Puede ser una agudización de las tendencias neoliberales. Por ejemplo: establecer estados de excepción que protejan y fomenten el aumento de la desigualdad. Eso está empezando a pasar con giros tan tenebrosos como la Ley Mordaza. También es posible que las élites opten por dar un verdadero golpe en la mesa y encaminarnos a economías intervenidas, donde el estado controle los recursos básicos y se pelee con los vecinos por los últimos recursos del planeta. Creo que no es un horizonte descabellado. Esto último sería ecofascismo en sentido estricto.
P. Me reí bastante con la frase en que describes al ser humano como un “primate arrogante y venido arriba en el clímax de su borrachera antropocéntrica”.
R. Quería cuestionar la noción del ser humano como alguien racional, capaz de autoconstruirse, como cuando Marx hablaba de la realización de la filosofía. Creo que sobreestimamos nuestra capacidad de diseñar sociedades de la manera que imaginamos. Siempre hay un grado fuerte de problemas y sorpresas. Quien crea que puede trazar un plan y cumplirlo sin más se está engañando. La ingeniería social tiene mucho de mito.
P. ¿Qué opinas de documentales como “Una verdad incómoda” (2006), de Al Gore, que fue una referencia para millones de personas?
R. Sirven como primer paso, como toma de conciencia, pero no son suficientes. Falla en puntos esenciales. El gran tabú, a derecha y a izquierda, es reconocer de una vez por todas que no es posible un cambio sin cuestionar el crecimiento económico. Conceptos como “capitalismo verde” o “desarrollo sostenible” son simples eufemismos de los que nos tenemos que librar. No van al núcleo del problema. Ni siquiera el 15M quería un cambio de civilización, sino un simple retorno a las condiciones económicas previas a la crisis. El bando que se tiene que hacer cargo de la emancipación, del que yo me siento parte, se sigue moviendo en unas coordenadas que dicen que este modelo puede continuar. Y eso no es verdad. No solo tenemos en contra un sistema que es mucho más poderoso que nosotros, sino que ni siquiera hemos tomado conciencia de la profundidad de los cambios que debemos abordar.
P. ¿A qué cosas concretas habría que renunciar para acercarnos a un cambio sensato?
R. No lo tengo claro, ni creo que lo tenga nadie. Lo único que circulan son algunos estudios. Parece ser que un nivel aceptable sería el de las clases medias europeas de los años treinta o cuarenta, antes de la explosión fuerte de la sociedad de consumo. No se trata de volver a la Edad Media. Sospecho que el límite puede pasar por prohibir el automóvil, me refiero a la movilidad privada. El coche ha generado un modelo de vida asocial. Eso no significa renunciar a alguna flota colectiva pública para emergencias, momentos concretos etcétera. Pero, usado como hoy, es un lujo que una sociedad razonable no se debe permitir.  En cuestiones tecnológicas, habría que renunciar a un uso individualizado de móviles y ordenadores. Percibimos las nuevas tecnologías como algo inmaterial, pero tienen un impacto ecológico tremendo, tanto en explotación de recursos minerales como en uso de energía. Nuestras vidas no pueden ser hiperconectadas, pero eso no tiene que vivirse como algo malo. A muchos nos gustaría bajarnos de este frenesí, que tantas veces resulta agobiante.
P. Define a las élites como analfabetas en cuestiones de ecología y energía. 
R. Las élites sufren de tecnolatría: piensan que ya aparecerá una solución tecnológica que limpiará todos nuestros problemas. También estamos padeciendo una sobredosis de datos, que nos impiden pensar con claridad, hacer síntesis, superar la hiperespecialización que descarta visiones de conjunto. Básicamente, las soluciones que manejan las élites tienen que ver con apropiación de los recursos ajenos, como hemos visto en las guerras del Golfo Pérsico. O quedarse con dinero de los trabajadores por medios como el TTIP o la reforma laboral. Ellos apuestan por arañar cualquier cosa para mantener su tasa de beneficio y seguir su loca huida hacia adelante. No tenemos élites con una mirada amplia ni con un proyecto claro de civilización. Me sorprende el nivel de rechazo a Podemos, ya que son un partido socialdemócrata moderado, que está cargando con el peso de una reforma necesaria para el capitalismo actual. No entiendo que salten las alarmas ni que le vean como bolcheviques que vienen a comer niños. Esta percepción ata a Podemos y le impide ser un actor de cambio potente. El neokeynesianismo no es una solución ecológica realista. Seguimos embrujados por fetichismos. La escenificación de esto es la cumbre de París de hace unos meses. Pretender frenar el cambio climático sin descarbonizar es como querer inventar el agua seca. La cumbre fue una condena a muerte en diferido para millones de personas. Ese enfoque significa desplazamientos, guerras por los recursos y hambrunas.
P.Otra cosa que destacas es que el sistema actual tampoco hace felices a las élites. Pones el ejemplo extremo de Moritz Erhardt, el becario de Merrill Lynch que falleció en 2013 después de trabajar 72 horas seguidas.
R. El problema no es solo la desigualdad, que también, sino la profunda alienación de la sociedad. Es una crítica que se hace muy visible a partir de mayo del 68 y que podemos formular así: ¿Para qué trabajamos diez, doce o catorce horas diarias? ¿Para tener dos semanas o un mes al año en el que podemos ir a cualquier lugar del mundo y entregarnos a un consumo desaforado? ¿Merece la pena destruir el planeta para fingir un estatus social efímero y luego volver al estrés de la oficina? Pero, vamos, no creo que de repente las élites se vayan a convencer de que están llevando unas vidas miserables. Hace falta una intervención política desde abajo.

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