Si bien técnicamente es aún posible evitar el colapso climático, COP21 certifica que políticamente es imposible.
Militante agroecologista
Conviene repensar la infeliz coincidencia o perversa ironía de que la
COP21, Cumbre del Clima de París, se haya celebrado en el año en que se
batían todos los récords de temperatura y fenómenos adversos. Es también
el año en que la OMS alertaba de que la contaminación atmosférica,
principalmente urbana pero no sólo, es ya el principal problema de salud
mundial. Desde otra perspectiva, COP21 se celebró en una Europa
agobiada por la llegada de migrantes y desplazados de guerra, y fue
prologada bárbaramente por los atentados nihilistas del Daesh. Ignorar
los nexos y relaciones que hay entre estos fenómenos ilustra el
desconocimiento de que lo social y lo ambiental son mutuamente dependientes, es desconocer que somos tan interdependientes como ecodependientes.
Con estos mimbres, las valoraciones sobre el acuerdo suscrito en la Cumbre oscilan entre las que consideran que se trata de un acuerdo histórico y las que lo ven como un fracaso trágico, pero más o menos anunciado a la luz de la experiencia: cumbres de Kyoto, Copenhague, etc. Es verdad que por primera vez en la historia hay un acuerdo firmado por todos los gobiernos del mundo –ya sean democráticos, autoritarios, teocráticos, cleptocráticos, fallidos... y esto ya da medida de la debilidad del acuerdo– , pero el problema es que es sólo un acuerdo con poco poder vinculante. Y que los contenidos de ese acuerdo son como mínimo decepcionantes y vagos para enfrentarse al mayor reto de la humanidad en este siglo y sucesivos.
Como señala la periodista Amaya Larrañeta, “de esta cumbre emerge un nuevo orden mundial”, un nuevo orden geopolítico que deberíamos analizar si queremos conocer la división internacional del trabajo y las líneas en las que se despliega la lucha de clases global que conforman nuestra realidad. Que deberíamos analizar para poder buscar así las estrategias más efectivas de lucha y cambio social en nuestras latitudes. Este nuevo orden se divide muy esquemáticamente en cuatro bloques –de fronteras sinuosas y cambiantes–: los países desarrollados responsables históricamente de la mayor parte de las emisiones GEI [gases de efecto invernadero] pero que hoy, en el declive de su hegemonía, están ya dejando de ser los principales contaminadores; los países emergentes, cuyas emisiones crecen aceleradamente como sus economías, pero que aún reclaman margen de crecimiento; y el ‘bloque fósil’ de los productores –que une desde las teocracias del Golfo a los latinoamericanos del ‘socialismo marrón o extractivista’– cuyos intereses son tan obvios como bastardos. El último bloque, el Sur Global, son los países, clases y sectores sociales que sufren ya los peores impactos de la desestabilización climática y que previsiblemente los seguirán sufriendo.
Sin duda, el año 2015 y esta Cumbre son un punto de inflexión en la cuestión climática. La cumbre estuvo precedida por importantes movilizaciones sociales a nivel mundial que ilustran una progresiva pero insuficiente toma de conciencia sobre la cuestión. Seguramente el cambio climático estará ya siempre presente en la agenda política global, pues toda la comunidad científica y ahora también la política –en el propio acuerdo suscrito– reconoce que el cambio climático es inevitable.
Pero desde la óptica de la ecología social, este reconocimiento es también el de la tremenda derrota con que se cierra el medio siglo de luchas ecologistas que hemos recorrido. De la enormidad de esta derrota en nuestras latitudes da fe el que, en la reciente campaña electoral, la amenaza de vuelco climático haya estado totalmente ausente de los debates, siendo el nuestro un país mediterráneo que no tiene precisamente un escenario futuro muy halagüeño. Lo mismo cabe pensar del papel secundario o testimonial que el resto de las cuestiones ecológicas tiene en los programas de las fuerzas que se dicen del cambio.
Demasiado tarde estamos comprendiendo que la ecología sin socialismo es vana, como máximo un pío deseo, y que el socialismo sin ecología es un error y por tanto un horror. Pero quizás no sea demasiado tarde para una alianza estratégica con los otros movimientos en defensa de la vida, esencialmente el feminismo. Una alianza que pueda empujar la necesaria y urgente revolución cultural: pasar de priorizar la producción a priorizar la reproducción y el cuidado de la vida. Una revolución que ponga el énfasis en un doble movimiento virtuoso de progreso moral y regresión material o decrecimiento, humanismo no antropocéntrico y austeridad o mesura. Una alianza que pueda guardar las mejores semillas del fracasado proyecto ilustrado –porque la derrota del ecologismo es el definitivo fracaso de los mejores sueños y deseos de la Ilustración– a la espera de que en el colapso que viene se abran, entre los escombros, reductos de suelo fértil en que sembrar otra vez utopías.
Con estos mimbres, las valoraciones sobre el acuerdo suscrito en la Cumbre oscilan entre las que consideran que se trata de un acuerdo histórico y las que lo ven como un fracaso trágico, pero más o menos anunciado a la luz de la experiencia: cumbres de Kyoto, Copenhague, etc. Es verdad que por primera vez en la historia hay un acuerdo firmado por todos los gobiernos del mundo –ya sean democráticos, autoritarios, teocráticos, cleptocráticos, fallidos... y esto ya da medida de la debilidad del acuerdo– , pero el problema es que es sólo un acuerdo con poco poder vinculante. Y que los contenidos de ese acuerdo son como mínimo decepcionantes y vagos para enfrentarse al mayor reto de la humanidad en este siglo y sucesivos.
Como señala la periodista Amaya Larrañeta, “de esta cumbre emerge un nuevo orden mundial”, un nuevo orden geopolítico que deberíamos analizar si queremos conocer la división internacional del trabajo y las líneas en las que se despliega la lucha de clases global que conforman nuestra realidad. Que deberíamos analizar para poder buscar así las estrategias más efectivas de lucha y cambio social en nuestras latitudes. Este nuevo orden se divide muy esquemáticamente en cuatro bloques –de fronteras sinuosas y cambiantes–: los países desarrollados responsables históricamente de la mayor parte de las emisiones GEI [gases de efecto invernadero] pero que hoy, en el declive de su hegemonía, están ya dejando de ser los principales contaminadores; los países emergentes, cuyas emisiones crecen aceleradamente como sus economías, pero que aún reclaman margen de crecimiento; y el ‘bloque fósil’ de los productores –que une desde las teocracias del Golfo a los latinoamericanos del ‘socialismo marrón o extractivista’– cuyos intereses son tan obvios como bastardos. El último bloque, el Sur Global, son los países, clases y sectores sociales que sufren ya los peores impactos de la desestabilización climática y que previsiblemente los seguirán sufriendo.
Sin duda, el año 2015 y esta Cumbre son un punto de inflexión en la cuestión climática. La cumbre estuvo precedida por importantes movilizaciones sociales a nivel mundial que ilustran una progresiva pero insuficiente toma de conciencia sobre la cuestión. Seguramente el cambio climático estará ya siempre presente en la agenda política global, pues toda la comunidad científica y ahora también la política –en el propio acuerdo suscrito– reconoce que el cambio climático es inevitable.
Pero desde la óptica de la ecología social, este reconocimiento es también el de la tremenda derrota con que se cierra el medio siglo de luchas ecologistas que hemos recorrido. De la enormidad de esta derrota en nuestras latitudes da fe el que, en la reciente campaña electoral, la amenaza de vuelco climático haya estado totalmente ausente de los debates, siendo el nuestro un país mediterráneo que no tiene precisamente un escenario futuro muy halagüeño. Lo mismo cabe pensar del papel secundario o testimonial que el resto de las cuestiones ecológicas tiene en los programas de las fuerzas que se dicen del cambio.
Un horizonte de resistencia
La paradoja es que, si bien técnicamente es aún posible evitar el colapso climático, las conclusiones de COP21 certifican que políticamente es imposible, que el capitalismo no va a ser reformado, ni siquiera refrenado, que la carrera del crecimiento económico y, por tanto, del aumento de la entropía no va a cesar... hasta apurar el vaso, hasta agotar los recursos fósiles, hasta agotar el agua y la fertilidad de la tierra, hasta elevar las temperaturas por encima del umbral catastrófico, hasta el colapso. La crisis climática requeriría un decidido y urgente esfuerzo colectivo para reducir drásticamente el consumo de energía y materiales, y al mismo tiempo reducir drásticamente la desigualdad social. Ambas tareas contradicen la esencia del sistema, pero lo peor es que también contradicen las creencias y la conciencia de las mayorías sociales. Las tareas y posiciones del movimiento ecologista han de mutar y reorientarse en este nuevo ciclo que se abre ahora. Ya no se puede ‘salvar el planeta’, ya sólo se puede aspirar a atenuar el sufrimiento social que el fracaso del capitalismo está provocando. Ya sólo podemos aspirar a “organizar el pesimismo” (W. Benjamin) para “fracasar mejor” (S. Beckett). Ya no podemos aspirar a la sostenibilidad entendida como transición gradual a un planeta verde. El tiempo se ha acabado. Ahora el horizonte es el de la resistencia y la resiliencia, el de esquivar los escenarios más dramáticos de la distopía que trae el colapso de la civilización industrial. El horizonte es el de preparar a las comunidades en que vivimos para sufrir lo menos posible y adaptarse lo mejor posible a un escenario de profunda incertidumbre.Demasiado tarde estamos comprendiendo que la ecología sin socialismo es vana, como máximo un pío deseo, y que el socialismo sin ecología es un error y por tanto un horror. Pero quizás no sea demasiado tarde para una alianza estratégica con los otros movimientos en defensa de la vida, esencialmente el feminismo. Una alianza que pueda empujar la necesaria y urgente revolución cultural: pasar de priorizar la producción a priorizar la reproducción y el cuidado de la vida. Una revolución que ponga el énfasis en un doble movimiento virtuoso de progreso moral y regresión material o decrecimiento, humanismo no antropocéntrico y austeridad o mesura. Una alianza que pueda guardar las mejores semillas del fracasado proyecto ilustrado –porque la derrota del ecologismo es el definitivo fracaso de los mejores sueños y deseos de la Ilustración– a la espera de que en el colapso que viene se abran, entre los escombros, reductos de suelo fértil en que sembrar otra vez utopías.
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