Can Batlló se ha convertido en un gran laboratorio de la economía
social que entronca con la Barcelona popular y libertaria que el
franquismo quiso arrasar
Si uno se acerca cualquier mañana a tomar café en el
bar de Can Batlló —la antigua fábrica textil del barrio de La Bordeta
de Barcelona reconvertida por los propios vecinos en un macrocentro
social autogestionado —, tiene muchas posibilidades de encontrarse a
filósofos, arquitectos y contables enfrascados en la limpieza cotidiana
del local.
Los mismos filósofos que han concebido el
espacio, los mismos arquitectos que han transformado un basurero que
hace más de cuatro décadas albergaba hilaturas en un espacio
vanguardista y lleno de luz y creatividad, y los mismos contables que
ayudan a cuadrar las cuentas para que este emblemático espacio siga en
pie y con proyectos cada vez más importantes.
Tres años y medio después de que los vecinos ocuparan la
antigua fábrica textil de la familia Muñoz-Ramonet —una de las grandes
fortunas de Barcelona—, Can Batlló sigue funcionando con la misma
filosofía autogestionada y libertaria del primer día. Se ha convertido
en uno de los mayores ejemplos en España de que realmente existe otra
manera de hacer las cosas: democrática, participativa, sin burocracia y
eficiente, tanto en términos meramente económicos como en rentabilidad
social. Y además, con una ambición extraordinaria: esto no es ya un
centro ocupado, sino el germen de un auténtico barrio cooperativo que
aspira a reconectar con una gran tradición de economía popular que en
Barcelona llegó a ser muy importante y que la victoria del franquismo
quiso arrancar de cuajo.
Can Batlló es tan grande
como el Camp Nou y como una manzana entera del Eixample. La fábrica
textil cerró las puertas en el tardofranquismo y del enorme espacio fue
cociéndose a fuego lento un gran proyecto inmobiliario al que faltó
tiempo para consumar pelotazo alguno porque la
crisis le pilló aún con cabos sueltos. El proyecto incluía
necesariamente equipamientos también para el barrio y los vecinos se
cansaron de esperarlos en vano: el 11 de junio de 2011 tomaron sin
esperar el permiso de nadie la antigua fábrica en un acto multitudinario
que el Ayuntamiento no tuvo otro remedio que tolerar. Y ahí empezó una
dinámica que no se ha detenido aún: los vecinos y las entidades de un
barrio con gran tejido social y cooperativo se organizan, lanzan nuevos
proyectos y el Ayuntamiento los acaba validando, incluso boquiabierto.
Así volvió a suceder con el derribo del gran muro que separaba la
fábrica del barrio. Tras muchas demandas instando a la demolición, los
vecinos se pusieron manos a la obra y forzaron la llegada de las
máquinas municipales: ahora ya no hay muro, sino una calle pública donde
antes estaba vedado el paso. Todo ello sin que exista siquiera una
organización jurídica que represente Can Batlló, ni burocracia, ni
estructura, ni cargos: hay una asamblea mensual y luego múltiples
comisiones que van trabajando a su aire y que sólo tienen que rendir
cuentas a la asamblea.
Biblioteca en el bloque 11
“Nací al lado de la fábrica y, después de más de 30 años reclamando que
hicieran equipamientos públicos, nos cansamos de esperar y decidimos
hacerlo nosotros mismos”, explica Agustina, jubilada que participa en la
gestión de la biblioteca, un espacio en pleno Bloque 11 —el epicentro
del proyecto, el primer lugar que se recuperó para el barrio— que tiene
poco que envidiar a las bibliotecas municipales: abre tres días por la
mañana y todas las tardes, tiene ordenadores y espacio para estudio y
para tertulias, y cuenta con un fondo bibliográfico que ya supera los
10.000 libros, todo donaciones, y eso que sólo aceptan ediciones
recientes: “Esto es una biblioteca, no un contenedor de libros”, señala
Agustina.
El Bloque 11 cuenta con instalaciones
extraordinarias, que se han ido autoconstruyendo poco a poco: auditorio,
biblioteca, bar, rocódromo, taller de artistas, sala de reuniones, etc.
Todo funciona con el mismo esquema: es de uso libre, pero el usuario
debe aportar también algo a Can Batlló e involucrarse de alguna manera,
en la asamblea, en comisiones, en nuevas iniciativas que vayan dando
respuestas a las lagunas que persisten en el barrio... Siempre con esta
filosofía, el proyecto se ha ido extendiendo más allá del Bloque 11 y
ello es precisamente lo que le diferencia de un mero centro social y lo
acerca a la utopía de “barrio cooperativo”, donde se pueda vivir con
otra lógica sin renunciar a ningún servicio y con actividad económica de
base cooperativa.
Uso público
Esta utopía
está plasmada en documentos, pero empieza a ser perfectamente evidente a
simple vista: la calle nacida tras la destrucción del muro es un
espacio realmente de uso público, un lugar de paso y también de
encuentro, sin coches, ni publicidad, ni establecimientos comerciales de
lógica privada. Y ya funciona una carpintería de base cooperativa que
tras la jornada laboral queda a disposición del barrio. “El objetivo es
generar actividad económica que sirva para que la gente viva, pero
siempre incluyendo retorno social para Can Batlló y para el barrio”,
explica Hernán Córdoba Mendiola, activista de Can Batlló y socio de La
Ciutat Invisible, auténtica factoría para la recuperación de la memoria
de la Barcelona popular que el franquismo quiso borrar del mapa y
hacerla invisible.
En la práctica, los trabajadores
de la carpintería ejercen también de maestros de su oficio fuera de la
jornada laboral —se organizan cursos— y los medios de producción están
colectivizados y al servicio de todo el barrio.
En la calle ha abierto también un “taller de movilidad”
—se encuentran y se reparan desde patines hasta motocicletas y el
objetivo es que incluya también vehículos a disposición del colectivo—,
un pipicán para el barrio y huertos que acabarán
nutriendo a grupos de consumo. Además, están ya en la cuenta atrás los
proyectos de un comedor popular —con 100 plazas y comidas a cuatro o
cinco euros—, una imprenta y hasta una fábrica de cerveza.
Evidentemente, un auténtico barrio necesita viviendas y también en esto
los primeros proyectos están muy avanzados. Se ha constituido una
cooperativa que construirá 31 viviendas en régimen de cesión de uso, esa
fórmula a medio camino entre la propiedad y el alquiler que es habitual
en algunos países nórdicos pero prácticamente desconocida aquí: la
propiedad de la vivienda es de la cooperativa, pero los usuarios pueden
disponer de ella toda la vida —incluso pasarla en herencia a los hijos—
y, si se marchan, recuperan lo invertido.
Si hay
familias viviendo en el barrio, lo lógico es que haya también escuela:
ya está reservado el espacio para una escuela autogestionada vinculada
al grupo de pedagogía libertaria de Josefa Martín Luengo, fallecida en
2009 y gran referencia contemporánea de la tradición que creó en
Barcelona Francesc Ferrer i Guàrdia.
La última pata
en marcha, que tiene también una nave ya reservada aunque la negociación
con el Ayuntamiento aún no ha concluido, es el proyecto de Coopolis, un
espacio de fomento de la economía social que aspira a convertirse en el
gran polo de generación de proyectos económicos de base cooperativa, de
la misma forma que Barcelona Activa tiene en el 22@ el gran semillero
de emprendimientos mercantiles. El proyecto prevé hasta 42 espacios,
incluidos 13 para empresas tractoras ya consolidadas que sirvan de
acicate para la intercooperación y de impulso para los proyectos de la
incubadora.
Si alguna vez usted cae en el desánimo y
cree que la suerte está echada, que el futuro está escrito y que no hay
nada que hacer, déjese caer por Can Batlló.
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