Rango del artículo / 8 jul 2012/ EPS/ elpaissemanal@elpais.es
Elogio de la pereza
Por Javier Cercas
“La solución del paro no debería ser que todos trabajemos más, sino que todos trabajemos menos”
Entre los libros que no escribiré por pereza figura un elogio de la
pereza. El libro hubiera partido de una perplejidad pueril: desde el
principio de los tiempos, los sabios no han dejado de proclamar que el
trabajo es el mal y el ocio es el bien, y sin embargo aquí seguimos
todos, trabajando como bestias. Debería aclarar que entiendo por trabajo
una actividad desagradable a la que nos vemos obligados para ganarnos
la vida; todo lo demás es ocio, incluido escribir este artículo. Desde
el principio de los tiempos he dicho: no sería difícil compilar, como
hizo Paul Lafarge en El derecho a la pereza, una antología de fragmentos
de historiadores, filósofos y poetas de la antigüedad en los que se
enseña el desprecio del trabajo y el amor del ocio, antología que podría
concluir con aquel pasaje de la Vida de
Licurgo en el que Plutarco afirma que el legislador de Esparta fue “el más sabio de los hombres” porque brindó ocio a los ciudadanos de la república y les prohibió todo oficio; y sería obligado citar el consabido versículo del Génesis (3:19) en el que Dios condena a Adán a ganarse el pan con el sudor de su frente, pero sólo para recordar que la primera obligación de cualquier aspirante a una vida razonable es rebelarse contra esa condena. Por lo demás, también sería obligado recordar que, aunque los nazis no eran un dechado de sabiduría, tampoco tenían un pelo de tontos, y que el simple hecho de que a las puertas de casi todos sus campos de concentración figurase el lema de su partido (“Arbeit macht frei”: el trabajo hace libre) debería haber demostrado para siempre que el trabajo esclaviza.
¿Cómo es posible, entonces?
en un país dondehaymás de cinco millones de parados puede parecer una redundancia obscena. No lo es. El ocio no es lo mismo que el paro; es su contrario, quizá su solución, porque la solución del paro no debería ser quetodos trabajemos más, sino que todos trabajemos menos, que haya una “reducción organizada del trabajo”, comoescribió Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad, de tal manera que unos –los que tienen trabajo– no trabajen demasiado, y otros –los que no tienen trabajo o los que no lo necesitan– no trabajen demasiado poco. Sea como sea, una cosa sí tengo clara: mi libro habría terminado hablando de Kurt von Hammerstein, general alemán y enemigo de Hitler, cuya biografía ha reconstruido H. M. Enzensberger. Hammerstein dividía a sus oficiales en cuatro clases y consideraba que los mejores eran los vagos e inteligentes, y los peores, los tontos y trabajadores, tipos de los que es necesario protegerse, irresponsables que siempre están causando desgracias. La tontería no tiene remedio, pero el trabajo sí, y eliminar la figura del tonto trabajador no me parece la menor bendición que procuraría a la humanidad la abolición de la lacra del trabajo, a la que, de no ser por mi pereza, mi libro hubiera podido modestamente contribuir. Nada es perfecto.
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