diumenge, 8 de juliol del 2012

Javier Cercas: La solució a l'atur és treballar menys

 

Rango del artículo / 8 jul 2012/ EPS/ elpaissemanal@elpais.es

Elogio de la pereza

Por Javier Cercas

“La solución del paro no debería ser que todos trabajemos más, sino que todos trabajemos menos”
Entre los libros que no escribiré por pereza figura un elogio de la pereza. El libro hubiera partido de una perplejidad pueril: desde el principio de los tiempos, los sabios no han dejado de proclamar que el trabajo es el mal y el ocio es el bien, y sin embargo aquí seguimos todos, trabajando como bestias. Debería aclarar que entiendo por trabajo una actividad desagradable a la que nos vemos obligados para ganarnos la vida; todo lo demás es ocio, incluido escribir este artículo. Desde el principio de los tiempos he dicho: no sería difícil compilar, como hizo Paul Lafarge en El derecho a la pereza, una antología de fragmentos de historiadores, filósofos y poetas de la antigüedad en los que se enseña el desprecio del trabajo y el amor del ocio, antología que podría concluir con aquel pasaje de la Vida de
Licurgo en el que Plutarco afirma que el legislador de Esparta fue “el más sabio de los hombres” porque brindó ocio a los ciudadanos de la república y les prohibió todo oficio; y sería obligado citar el consabido versículo del Génesis (3:19) en el que Dios condena a Adán a ganarse el pan con el sudor de su frente, pero sólo para recordar que la primera obligación de cualquier aspirante a una vida razonable es rebelarse contra esa condena. Por lo demás, también sería obligado recordar que, aunque los nazis no eran un dechado de sabiduría, tampoco tenían un pelo de tontos, y que el simple hecho de que a las puertas de casi todos sus campos de concentración figurase el lema de su partido (“Arbeit macht frei”: el trabajo hace libre) debería haber demostrado para siempre que el trabajo esclaviza.
¿Cómo es posible, entonces?
¿Por qué seguimos considerando el trabajo como un bien y el ocio como un mal? Una razón evidente es la milenaria campaña propagandística organizada por los ricos para convencer a los pobres de que el trabajo dignifica al hombre y de que el ocio es la madre de todos los vicios, lo que ha permitido mantener contentos a los pobres en su desgracia y a los ricos seguir disfrutando de su gracia. Parte importante de esa campaña destinada a divulgar una moral de esclavos la ha llevado a cabo entre nosotros la Iglesia católica, convenciéndonos de que a este valle de lágrimas sólo hemos venido a sufrir y socavando el prestigio del placer y la felicidad. No hay deber que subestimemos tanto como el deber de ser felices, lo que explica la demonización del ocio: al fin y al cabo, a él le debemos nuestro bienestar, además de los mayores logros del ser humano y las mayores conquistas de las artes y las ciencias. Por supuesto, hay pobres gentes envenenadas por la propaganda que ya no saben vivir sin trabajar y consideran que el ocio es aburrido; a ellos sólo cabe compadecerlos y recordarles que, como dijo Samuel Johnson, si nos aburrimos sin hacer nada es “porque, como todos los demás están ocupados, nos falta compañía; mas si todos estuviéramos ociosos, no resultaría aburrido: nos entretendríamos los unos a los otros”.
en un país dondehaymás de cinco millones de parados puede parecer una redundancia obscena. No lo es. El ocio no es lo mismo que el paro; es su contrario, quizá su solución, porque la solución del paro no debería ser quetodos trabajemos más, sino que todos trabajemos menos, que haya una “reducción organizada del trabajo”, comoescribió Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad, de tal manera que unos –los que tienen trabajo– no trabajen demasiado, y otros –los que no tienen trabajo o los que no lo necesitan– no trabajen demasiado poco. Sea como sea, una cosa sí tengo clara: mi libro habría terminado hablando de Kurt von Hammerstein, general alemán y enemigo de Hitler, cuya biografía ha reconstruido H. M. Enzensberger. Hammerstein dividía a sus oficiales en cuatro clases y consideraba que los mejores eran los vagos e inteligentes, y los peores, los tontos y trabajadores, tipos de los que es necesario protegerse, irresponsables que siempre están causando desgracias. La tontería no tiene remedio, pero el trabajo sí, y eliminar la figura del tonto trabajador no me parece la menor bendición que procuraría a la humanidad la abolición de la lacra del trabajo, a la que, de no ser por mi pereza, mi libro hubiera podido modestamente contribuir. Nada es perfecto.

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