diumenge, 2 de març del 2014

Debates sobre decrecimiento: por favor, toquemos tierra (contestación a Vicenç Navarro)

Post publicat al web Grupo de Energía y Dinámica de Sistemas >> Universidad de Valladolid 




El profesor Navarro ha escrito en varias ocasiones desde su blog en Público en contra de la teoría del decrecimiento y en ocasiones ha citado a Floren Marcellesi, quien también ha respondido desde esas páginas. Últimamente este debate da la impresión de haber quedado bloqueado en una oposición frontal  y  no está dando lugar al constructivo flujo de ideas que sería deseable[1][1]. Es una lástima, ya que  este diálogo entre la “izquierda clásica” (con su objetivo de justicia social) y el “decrecimiento” (con su preocupación por los límites del planeta) es, sin duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de siglo.

Tengo la impresión de que en los sucesivos artículos, Navarro y Marcellesi debaten acerca de términos como el decrecimiento, la producción o las energías renovables, pero sin  dar ejemplos y, probablemente, perdiéndose en discusiones semánticas. Si hablasen de cosas más concretas sería más fácil dialogar. Por ejemplo, cuando Navarro argumenta: “El decrecimiento no es un concepto que pueda definirse sin conocer qué es lo que está creciendo o decreciendo. No es lo mismo, por ejemplo, crecer a base del consumo de energía no renovable, que crecer a base del consumo de energía renovable. Y no es lo mismo crecer produciendo armas que crecer produciendo los fármacos que curan el cáncer.” es difícil no estar de acuerdo con él. Es evidente que existen actividades económicas con menor consumo de energía. También es muy cierto que, como apunta Navarro, no debemos olvidar la variable política ni las relaciones de poder:” El hecho de que haya una u otra forma de crecimiento es una variable política, es decir, depende de las relaciones de poder existentes en un país y de qué clases y grupos sociales controlan la producción y distribución de, por ejemplo, la energía”.


Sin embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión mucho más relativa cuando bajamos a los casos concretos y, sobre todo, cuando usamos una visión un poco más sistémica y lo ponemos en relación con otros aspectos de la realidad también muy obvios. Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el 4,5% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de crudo. Para evitar esta sangría (que  no tiene visos de mejorar debido al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en cambiar hacia actividades  que usen menos energía o utilicen energías renovables. Podríamos pensar en  varias opciones. Podemos, por ejemplo, no hacer nada y seguir con el mismo modelo de movilidad. Esto nos  llevaría a que los ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a comprar gasolinas con lo cual el consumo de otros bienes se detraería. Se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se verían marginadas al no poder permitirse tener un coche y no tener otras alternativas.

Podemos, también, intentar la sustitución tecnológica, apostando, por ejemplo, por el vehículo eléctrico. Esto tendría la ventaja de beneficiar a la industria del automóvil  y aumentar la demanda de energía eléctrica que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos nos están diciendo que la alternativa del coche eléctrico es muy débil desde el punto de vista técnico. Los vehículos que se pueden poner en el mercado en esta década tienen prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía que el vehículo equivalente de gasolina,  lo que se traduce en mucha menor autonomía  y mala relación prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo que haga que los vehículos eléctricos o de hidrógeno sean mucho más eficaces, pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos  a base de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que los trabajadores empobrecidos paguen impuestos  para los coches eléctricos de los pudientes? Actualmente ya estamos subvencionando cada vehículo eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción  puede parecer muy atractiva desde el punto de vista económico, pero los datos tecnológicos, sencillamente, nos muestran que es una vía muerta.

Tenemos otra opción, y es la que defendería el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de movilidad  penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de moverse barata y eficaz, que sería especialmente atractiva para los menos pudientes. Se perderían puestos de trabajo en el sector del automóvil (más que en la primera opción), pero el dinero que las familias no destinarían a gasolina se podría emplear en otros consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.


¿Qué solución es mejor? Probablemente ninguna de ellas es buena y solamente podemos escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que nos permitan saber bien dónde están los límites tecnológicos y cuántos empleos se pierden en cada caso, y después debatir acerca de nuestras prioridades éticas.


En estos momentos no es suficiente con hablar de generalidades como  “cambiar la forma y tipo de producción”, es evidente que tenemos que cambiar, el problema es cómo queremos y podemos hacerlo: qué modelo de producción industrial y agraria proponemos, cómo organizamos nuestras ciudades,  qué tipo de banca y de comercio preferimos, etc. Y, sobre todo, sería deseable que  propongamos opciones que sean acordes con la realidad tecnológica, porque no sólo los ecologistas radicales y los seguidores de Paul Ehrlich hablamos de que los recursos naturales y la energía son finitos, Sr. Navarro. Eso es algo que afirman prácticamente todos los ingenieros y físicos del mundo, porque esa aseveración es uno de los contenidos básicos de los primeros cursos de cualquier carrera técnica. Es cierto que la energía renovable (cuyo flujo es limitado pero constante) se puede aprovechar más con el desarrollo de tecnologías renovables, pero el que podamos usar mejores o peores tecnologías dependerá de lo que lo que hayamos podido desarrollar. Las tecnologías necesitan tiempo y a veces tienen éxito, pero también a veces fracasan.


No podemos engañarnos e intentar ignorar las conclusiones que algunos científicos como Antonio Turiel, Mariano Marzo, Gorka Bueno o nuestro  propio grupo de la Universidad de Valladolid, están poniendo de manifiesto: la crisis energética es ya evidente, es muy grave y no va a poder ser resuelta con una mera sustitución tecnológica. En ese sentido, cuando el Sr. Navarro habla de lo que él llama “ecologistas radicales” y dice que “un número considerable de ellos muestra una sensibilidad maltusiana, que asume que los recursos naturales, como por ejemplo, los recursos energéticos, son fijos, constantes y limitados” no sé si es consciente de que probablemente él entiende por “recursos energéticos” cosas que no son exactamente lo mismo que esa energía física que nosotros medimos y estamos diciendo que tienen problemas. Por eso es tan importante que bajemos a los casos concretos, porque es ahí donde se ve con claridad si va a ser esa energía física la que va a hacer que los consumidores dejen de comprar coches, viviendas o clases de inglés (o no).


Y si hablamos de energía física es deseable que cuantifiquemos. No basta con decir que Barry Commoner  afirma que la energía renovable puede crecer  ¿Cuánto puede crecer? ¿Los 0,06TW que actualmente se extraen de eólica, los 2TW que mi compañero Carlos de Castro pone como límites a la expansión de esta tecnología, los 17TW de energía primaria  que ahora mismo está consumiendo la humanidad o los 25TW que necesitaríamos si nuestros consumo sigue creciendo como hasta ahora otros 14 años?


Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen mucha razón cuando argumentan que tenemos que empezar a cuantificar la economía en términos de variables reales como la energía, los puestos de trabajo, los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído. Estamos generando el mismo PIB con menos energía ¿se debe eso a que somos más eficaces tecnológicamente? ¿Se debe a que tenemos una sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios, pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia energética que queremos, ni es ese el decrecimiento que defienden personas como Marcellesi.

Los defensores de la dinámica de sistemas argumentan que los seres humanos tenemos tendencia a ver los problemas fijándonos únicamente en una causa, y eso nos proporciona una visión extremadamente miope,  porque los problemas tienen múltiples causas y múltiples efectos que, además, interaccionan unos con otros y se realimentan. Este debate en torno al decrecimiento da la impresión de estar pecando de ese error. Es estéril intentar discutir si es la energía la causa de todo o si lo es la injusta distribución del poder. Ambas causas están ahí,  ambas agudizan el problema y las dos son importantes. Y además, a la hora de proponer alternativas, debemos solucionar ambas a la vez.

Es una lástima que ecologistas y socialistas no estemos convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.  Porque, si bien es interesante  proponer  experiencias colectivas que permiten vivir mejor con menos como las que desarrollan los partidarios del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en alternativas a gran escala. Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni los ecologistas podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple una de las visiones y uno de los objetivos a costa del otro es ingenua e indeseable.
Marga Mediavilla
- See more at: http://www.eis.uva.es/energiasostenible/?p=1994#sthash.zP2Ki6zi.dpuf



 





Navarro)



El profesor Navarro ha escrito en varias ocasiones desde su blog en Público en contra de la teoría del decrecimiento y en ocasiones ha citado a Floren Marcellesi, quien también ha respondido desde esas páginas. Últimamente este debate da la impresión de haber quedado bloqueado en una oposición frontal  y  no está dando lugar al constructivo flujo de ideas que sería deseable[1]. Es una lástima, ya que  este diálogo entre la “izquierda clásica” (con su objetivo de justicia social) y el “decrecimiento” (con su preocupación por los límites del planeta) es, sin duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de siglo.

Tengo la impresión de que en los sucesivos artículos, Navarro y Marcellesi debaten acerca de términos como el decrecimiento, la producción o las energías renovables, pero sin  dar ejemplos y, probablemente, perdiéndose en discusiones semánticas. Si hablasen de cosas más concretas sería más fácil dialogar. Por ejemplo, cuando Navarro argumenta: “El decrecimiento no es un concepto que pueda definirse sin conocer qué es lo que está creciendo o decreciendo. No es lo mismo, por ejemplo, crecer a base del consumo de energía no renovable, que crecer a base del consumo de energía renovable. Y no es lo mismo crecer produciendo armas que crecer produciendo los fármacos que curan el cáncer.” es difícil no estar de acuerdo con él. Es evidente que existen actividades económicas con menor consumo de energía. También es muy cierto que, como apunta Navarro, no debemos olvidar la variable política ni las relaciones de poder:” El hecho de que haya una u otra forma de crecimiento es una variable política, es decir, depende de las relaciones de poder existentes en un país y de qué clases y grupos sociales controlan la producción y distribución de, por ejemplo, la energía”.


Sin embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión mucho más relativa cuando bajamos a los casos concretos y, sobre todo, cuando usamos una visión un poco más sistémica y lo ponemos en relación con otros aspectos de la realidad también muy obvios. Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el 4,5% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de crudo. Para evitar esta sangría (que  no tiene visos de mejorar debido al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en cambiar hacia actividades  que usen menos energía o utilicen energías renovables. Podríamos pensar en  varias opciones. Podemos, por ejemplo, no hacer nada y seguir con el mismo modelo de movilidad. Esto nos  llevaría a que los ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a comprar gasolinas con lo cual el consumo de otros bienes se detraería. Se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se verían marginadas al no poder permitirse tener un coche y no tener otras alternativas.

Podemos, también, intentar la sustitución tecnológica, apostando, por ejemplo, por el vehículo eléctrico. Esto tendría la ventaja de beneficiar a la industria del automóvil  y aumentar la demanda de energía eléctrica que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos nos están diciendo que la alternativa del coche eléctrico es muy débil desde el punto de vista técnico. Los vehículos que se pueden poner en el mercado en esta década tienen prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía que el vehículo equivalente de gasolina,  lo que se traduce en mucha menor autonomía  y mala relación prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo que haga que los vehículos eléctricos o de hidrógeno sean mucho más eficaces, pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos  a base de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que los trabajadores empobrecidos paguen impuestos  para los coches eléctricos de los pudientes? Actualmente ya estamos subvencionando cada vehículo eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción  puede parecer muy atractiva desde el punto de vista económico, pero los datos tecnológicos, sencillamente, nos muestran que es una vía muerta.

Tenemos otra opción, y es la que defendería el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de movilidad  penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de moverse barata y eficaz, que sería especialmente atractiva para los menos pudientes. Se perderían puestos de trabajo en el sector del automóvil (más que en la primera opción), pero el dinero que las familias no destinarían a gasolina se podría emplear en otros consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.


¿Qué solución es mejor? Probablemente ninguna de ellas es buena y solamente podemos escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que nos permitan saber bien dónde están los límites tecnológicos y cuántos empleos se pierden en cada caso, y después debatir acerca de nuestras prioridades éticas.


En estos momentos no es suficiente con hablar de generalidades como  “cambiar la forma y tipo de producción”, es evidente que tenemos que cambiar, el problema es cómo queremos y podemos hacerlo: qué modelo de producción industrial y agraria proponemos, cómo organizamos nuestras ciudades,  qué tipo de banca y de comercio preferimos, etc. Y, sobre todo, sería deseable que  propongamos opciones que sean acordes con la realidad tecnológica, porque no sólo los ecologistas radicales y los seguidores de Paul Ehrlich hablamos de que los recursos naturales y la energía son finitos, Sr. Navarro. Eso es algo que afirman prácticamente todos los ingenieros y físicos del mundo, porque esa aseveración es uno de los contenidos básicos de los primeros cursos de cualquier carrera técnica. Es cierto que la energía renovable (cuyo flujo es limitado pero constante) se puede aprovechar más con el desarrollo de tecnologías renovables, pero el que podamos usar mejores o peores tecnologías dependerá de lo que lo que hayamos podido desarrollar. Las tecnologías necesitan tiempo y a veces tienen éxito, pero también a veces fracasan.


No podemos engañarnos e intentar ignorar las conclusiones que algunos científicos como Antonio Turiel, Mariano Marzo, Gorka Bueno o nuestro  propio grupo de la Universidad de Valladolid, están poniendo de manifiesto: la crisis energética es ya evidente, es muy grave y no va a poder ser resuelta con una mera sustitución tecnológica. En ese sentido, cuando el Sr. Navarro habla de lo que él llama “ecologistas radicales” y dice que “un número considerable de ellos muestra una sensibilidad maltusiana, que asume que los recursos naturales, como por ejemplo, los recursos energéticos, son fijos, constantes y limitados” no sé si es consciente de que probablemente él entiende por “recursos energéticos” cosas que no son exactamente lo mismo que esa energía física que nosotros medimos y estamos diciendo que tienen problemas. Por eso es tan importante que bajemos a los casos concretos, porque es ahí donde se ve con claridad si va a ser esa energía física la que va a hacer que los consumidores dejen de comprar coches, viviendas o clases de inglés (o no).


Y si hablamos de energía física es deseable que cuantifiquemos. No basta con decir que Barry Commoner  afirma que la energía renovable puede crecer  ¿Cuánto puede crecer? ¿Los 0,06TW que actualmente se extraen de eólica, los 2TW que mi compañero Carlos de Castro pone como límites a la expansión de esta tecnología, los 17TW de energía primaria  que ahora mismo está consumiendo la humanidad o los 25TW que necesitaríamos si nuestros consumo sigue creciendo como hasta ahora otros 14 años?


Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen mucha razón cuando argumentan que tenemos que empezar a cuantificar la economía en términos de variables reales como la energía, los puestos de trabajo, los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído. Estamos generando el mismo PIB con menos energía ¿se debe eso a que somos más eficaces tecnológicamente? ¿Se debe a que tenemos una sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios, pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia energética que queremos, ni es ese el decrecimiento que defienden personas como Marcellesi.

Los defensores de la dinámica de sistemas argumentan que los seres humanos tenemos tendencia a ver los problemas fijándonos únicamente en una causa, y eso nos proporciona una visión extremadamente miope,  porque los problemas tienen múltiples causas y múltiples efectos que, además, interaccionan unos con otros y se realimentan. Este debate en torno al decrecimiento da la impresión de estar pecando de ese error. Es estéril intentar discutir si es la energía la causa de todo o si lo es la injusta distribución del poder. Ambas causas están ahí,  ambas agudizan el problema y las dos son importantes. Y además, a la hora de proponer alternativas, debemos solucionar ambas a la vez.

Es una lástima que ecologistas y socialistas no estemos convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.  Porque, si bien es interesante  proponer  experiencias colectivas que permiten vivir mejor con menos como las que desarrollan los partidarios del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en alternativas a gran escala. Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni los ecologistas podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple una de las visiones y uno de los objetivos a costa del otro es ingenua e indeseable.
Marga Mediavilla
- See more at: http://www.eis.uva.es/energiasostenible/?p=1994#sthash.zP2Ki6zi.dpuf




Navarro)



El profesor Navarro ha escrito en varias ocasiones desde su blog en Público en contra de la teoría del decrecimiento y en ocasiones ha citado a Floren Marcellesi, quien también ha respondido desde esas páginas. Últimamente este debate da la impresión de haber quedado bloqueado en una oposición frontal  y  no está dando lugar al constructivo flujo de ideas que sería deseable[1]. Es una lástima, ya que  este diálogo entre la “izquierda clásica” (con su objetivo de justicia social) y el “decrecimiento” (con su preocupación por los límites del planeta) es, sin duda, uno de los retos intelectuales más necesarios en este principio de siglo.

Tengo la impresión de que en los sucesivos artículos, Navarro y Marcellesi debaten acerca de términos como el decrecimiento, la producción o las energías renovables, pero sin  dar ejemplos y, probablemente, perdiéndose en discusiones semánticas. Si hablasen de cosas más concretas sería más fácil dialogar. Por ejemplo, cuando Navarro argumenta: “El decrecimiento no es un concepto que pueda definirse sin conocer qué es lo que está creciendo o decreciendo. No es lo mismo, por ejemplo, crecer a base del consumo de energía no renovable, que crecer a base del consumo de energía renovable. Y no es lo mismo crecer produciendo armas que crecer produciendo los fármacos que curan el cáncer.” es difícil no estar de acuerdo con él. Es evidente que existen actividades económicas con menor consumo de energía. También es muy cierto que, como apunta Navarro, no debemos olvidar la variable política ni las relaciones de poder:” El hecho de que haya una u otra forma de crecimiento es una variable política, es decir, depende de las relaciones de poder existentes en un país y de qué clases y grupos sociales controlan la producción y distribución de, por ejemplo, la energía”.


Sin embargo, esto que es obvio como generalidad, se vuelve una cuestión mucho más relativa cuando bajamos a los casos concretos y, sobre todo, cuando usamos una visión un poco más sistémica y lo ponemos en relación con otros aspectos de la realidad también muy obvios. Tomemos, por ejemplo, el caso del sector del automóvil. Actualmente el 4,5% del PIB español se está destinando a pagar las importaciones de crudo. Para evitar esta sangría (que  no tiene visos de mejorar debido al fenómeno del pico del petróleo) podemos pensar en cambiar hacia actividades  que usen menos energía o utilicen energías renovables. Podríamos pensar en  varias opciones. Podemos, por ejemplo, no hacer nada y seguir con el mismo modelo de movilidad. Esto nos  llevaría a que los ciudadanos destinasen cada vez un porcentaje mayor de su sueldo a comprar gasolinas con lo cual el consumo de otros bienes se detraería. Se venderían menos vehículos y es probable que disminuyeran los puestos de trabajo en la industria del automóvil. Muchas personas se verían marginadas al no poder permitirse tener un coche y no tener otras alternativas.

Podemos, también, intentar la sustitución tecnológica, apostando, por ejemplo, por el vehículo eléctrico. Esto tendría la ventaja de beneficiar a la industria del automóvil  y aumentar la demanda de energía eléctrica que podría ser renovable. Desgraciadamente los datos nos están diciendo que la alternativa del coche eléctrico es muy débil desde el punto de vista técnico. Los vehículos que se pueden poner en el mercado en esta década tienen prestaciones muy inferiores (15 veces menos acumulación de energía que el vehículo equivalente de gasolina,  lo que se traduce en mucha menor autonomía  y mala relación prestaciones/precio). Quizá dentro de unas décadas se descubra algo que haga que los vehículos eléctricos o de hidrógeno sean mucho más eficaces, pero, de momento, no tenemos esa opción y es inútil engañarse con fantasías. ¿Qué hacemos? ¿Subvencionamos los vehículos eléctricos  a base de recortar en otras partidas como el transporte público? ¿Hacemos que los trabajadores empobrecidos paguen impuestos  para los coches eléctricos de los pudientes? Actualmente ya estamos subvencionando cada vehículo eléctrico con 5.500 euros y siguen sin venderse masivamente. Esta opción  puede parecer muy atractiva desde el punto de vista económico, pero los datos tecnológicos, sencillamente, nos muestran que es una vía muerta.

Tenemos otra opción, y es la que defendería el movimiento por el decrecimiento. Podemos cambiar el modelo de movilidad  penalizando la compra de vehículos y fomentando el uso de la bicicleta. Esto permitiría que los ciudadanos tuvieran una forma de moverse barata y eficaz, que sería especialmente atractiva para los menos pudientes. Se perderían puestos de trabajo en el sector del automóvil (más que en la primera opción), pero el dinero que las familias no destinarían a gasolina se podría emplear en otros consumos que generarían otro tipo de puestos de trabajo.


¿Qué solución es mejor? Probablemente ninguna de ellas es buena y solamente podemos escoger la menos mala. Para ello tenemos que echar mano de los datos que nos permitan saber bien dónde están los límites tecnológicos y cuántos empleos se pierden en cada caso, y después debatir acerca de nuestras prioridades éticas.


En estos momentos no es suficiente con hablar de generalidades como  “cambiar la forma y tipo de producción”, es evidente que tenemos que cambiar, el problema es cómo queremos y podemos hacerlo: qué modelo de producción industrial y agraria proponemos, cómo organizamos nuestras ciudades,  qué tipo de banca y de comercio preferimos, etc. Y, sobre todo, sería deseable que  propongamos opciones que sean acordes con la realidad tecnológica, porque no sólo los ecologistas radicales y los seguidores de Paul Ehrlich hablamos de que los recursos naturales y la energía son finitos, Sr. Navarro. Eso es algo que afirman prácticamente todos los ingenieros y físicos del mundo, porque esa aseveración es uno de los contenidos básicos de los primeros cursos de cualquier carrera técnica. Es cierto que la energía renovable (cuyo flujo es limitado pero constante) se puede aprovechar más con el desarrollo de tecnologías renovables, pero el que podamos usar mejores o peores tecnologías dependerá de lo que lo que hayamos podido desarrollar. Las tecnologías necesitan tiempo y a veces tienen éxito, pero también a veces fracasan.


No podemos engañarnos e intentar ignorar las conclusiones que algunos científicos como Antonio Turiel, Mariano Marzo, Gorka Bueno o nuestro  propio grupo de la Universidad de Valladolid, están poniendo de manifiesto: la crisis energética es ya evidente, es muy grave y no va a poder ser resuelta con una mera sustitución tecnológica. En ese sentido, cuando el Sr. Navarro habla de lo que él llama “ecologistas radicales” y dice que “un número considerable de ellos muestra una sensibilidad maltusiana, que asume que los recursos naturales, como por ejemplo, los recursos energéticos, son fijos, constantes y limitados” no sé si es consciente de que probablemente él entiende por “recursos energéticos” cosas que no son exactamente lo mismo que esa energía física que nosotros medimos y estamos diciendo que tienen problemas. Por eso es tan importante que bajemos a los casos concretos, porque es ahí donde se ve con claridad si va a ser esa energía física la que va a hacer que los consumidores dejen de comprar coches, viviendas o clases de inglés (o no).


Y si hablamos de energía física es deseable que cuantifiquemos. No basta con decir que Barry Commoner  afirma que la energía renovable puede crecer  ¿Cuánto puede crecer? ¿Los 0,06TW que actualmente se extraen de eólica, los 2TW que mi compañero Carlos de Castro pone como límites a la expansión de esta tecnología, los 17TW de energía primaria  que ahora mismo está consumiendo la humanidad o los 25TW que necesitaríamos si nuestros consumo sigue creciendo como hasta ahora otros 14 años?


Cada vez estoy más convencida de que los economistas ecológicos tienen mucha razón cuando argumentan que tenemos que empezar a cuantificar la economía en términos de variables reales como la energía, los puestos de trabajo, los kilos de minerales o los servicios prestados. Medir las cosas en unidades monetarias nos distrae y nos puede llevar a engaños. Ahora mismo, por ejemplo, el consumo de petróleo en España es un 23% menor que en 2007 y, sin embargo, el PIB español apenas ha caído. Estamos generando el mismo PIB con menos energía ¿se debe eso a que somos más eficaces tecnológicamente? ¿Se debe a que tenemos una sociedad más capaz de generar actividad económica, empleo y bienestar con menos energía? No, en absoluto. Lo que estamos haciendo es cultivar la desigualdad: algunos siguen aumentando sus beneficios monetarios, pero muchos ciudadanos dejan de consumir porque no tienen ni siquiera lo necesario para calentar su casa. No es esa, desde luego, la eficiencia energética que queremos, ni es ese el decrecimiento que defienden personas como Marcellesi.

Los defensores de la dinámica de sistemas argumentan que los seres humanos tenemos tendencia a ver los problemas fijándonos únicamente en una causa, y eso nos proporciona una visión extremadamente miope,  porque los problemas tienen múltiples causas y múltiples efectos que, además, interaccionan unos con otros y se realimentan. Este debate en torno al decrecimiento da la impresión de estar pecando de ese error. Es estéril intentar discutir si es la energía la causa de todo o si lo es la injusta distribución del poder. Ambas causas están ahí,  ambas agudizan el problema y las dos son importantes. Y además, a la hora de proponer alternativas, debemos solucionar ambas a la vez.

Es una lástima que ecologistas y socialistas no estemos convergiendo en un discurso único y mucho más detallado sobre las soluciones económicas que proponemos.  Porque, si bien es interesante  proponer  experiencias colectivas que permiten vivir mejor con menos como las que desarrollan los partidarios del decrecimiento, no es menos cierto que también hay que cambiar las relaciones de poder para que estos experimentos puedan convertirse en alternativas a gran escala. Ni el socialismo puede ignorar los serios estudios físicos, ingenieriles y geológicos que se presentan desde los círculos ecologistas, ni los ecologistas podemos avanzar sin un discurso político elaborado, como el que posee el socialismo. Socialismo y ecologismo deberían ser las dos patas con las que caminemos para conseguir una sociedad justa y además acorde con los límites del planeta. Cualquier alternativa que sólo contemple una de las visiones y uno de los objetivos a costa del otro es ingenua e indeseable.
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