Article publicat a Autonomia y Bienvivir
Es
cierto que la llamada “revolución verde” del siglo pasado ha
permitido una super-abundancia de alimentos nunca conocida antes por
el ser humano. Pero también es cierto que este modelo alimentario ha
provocado, a la larga, enormes desigualdades
alimentarias
globales y graves problemas de salud.
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El
envasado y procesamiento bajo el modelo agro-industrial llega a
límites absurdos, con su consecuente gasto energético y de
recursos. |
La
industrialización de nuestra producción alimentaria, junto con la
promoción de un modelo dietético determinado, han supuesto además
un deterioro considerable de los ecosistemas y una contribución a
los gases de efecto invernadero (GEI)
de entre
el 44-57% de las totales producidas por el hombre. Es decir,
alrededor de la mitad de estos gases están relacionado con nuestra
comida. Esta
contribución a las emisiones de GEI, a pesar de ser difícil de
cuantificar con total exactitud, se distribuye de la siguiente forma;
Se asigna a la agricultura y al ganado un 11-15% de las emisiones
totales de gases de efecto invernadero, principalmente óxido nitroso
(N2O) sobretodo por el uso fertilizantes de síntesis y también por
los abonos orgánicos, el estiércol y purines (mezcla
de las defecaciones, aguas de lavado y restos de piensos en ganadería
industrial intensiva).
También metano (CH4), principalmente proveniente de la
digestión de los rumiantes, y una pequeña parte proveniente de los
abonos orgánicos, estiércol, purines y arrozales encharcados.
La
agro-industria es la principal fuente antropogénica de estos dos
gases.
Los cambios de uso del suelo (15-18%,) para aumentar la
superficie agraria, el
envasado y procesamiento (8-10%), transporte (5-6%) y refrigeración
(2-4%), generarían principalmente CO2, aunque también N2O y CH4 por
la quema de biomasa (bosques, matorrales, caña de azúcar etc.). Y,
por último, el desperdicio alimentario (3-4%).
Si
separamos agricultura y ganadería, repartiendo entre ambos el cambio
de usos de tierra, una parte del transporte y del uso de energía,
tendríamos un 18%
atribuible a la ganadería
y un 15% atribuible a la agricultura, más o menos. Esto es, teniendo
en cuenta que el 33% del suelo cultivado se destina a la producción
de piensos para animales y que el ganado también es responsable de
más de la mitad del cambio de uso de tierras aproximadamente.
En
definitiva, se trata, por tanto, de una contribución determinante al
cambio climático, así como a la depredación irracional de
recursos, por lo que la comida se revela como un elemento clave a la
hora de mitigar el cambio climático y la destrucción de
ecosistemas.
Por
otro lado, la destrucción de ecosistemas, la pérdida de especies,
el cambio climático y la rotura de los ciclos naturales terrestres
(ciclo de nitrógeno, de carbono, corrientes oceánicas, etc) no
tendrán, como consecuencia más inmediata, la desaparición de
ciudades costeras o los fenómenos atmosféricos apocalípticos, sino
la falta de alimentos. Estamos
ante un escenario en el cual el calentamiento global, la
crisis hídrica,
la pérdida de fertilidad de los suelos, lo fenómenos atmosféricos
extremos, etc. provoca que las plantas sufran un mayor estrés
condicionando
ya los rendimientos de los cultivos.
Lluvias irregulares, el fenómeno del Niño o las sequías, encarecen
el precio de los alimentos, como ha ocurrido recientemente
con el aceite de palma y el azúcar.
Esto
está generando la existencia de refugiados
climáticos,
los cuales huyen de sus países de origen al quedarse sin agua o
alimentos debido al clima o a los desastres ambientales.
Esta pérdida de soberanía alimentaria se da también por
motivos financieros
y comerciales,
como la especulación en bolsa con las cosechas o los tratados de
libre comercio. Se ha sumado en los últimos años, los cultivos para
bio-combustibles, como amenaza para la seguridad alimentaria, al
desplazar de la superficie
cultivable a los alimentos
y hacer que su valor económico esté
ligado al precio del petróleo,
con consecuencias desastrosas cuando el precio de productos de
primera necesidad suben drásticamente.
Sufrimos
a la vez una enorme pérdida de biodiversidad en nuestra huerta, y
por tanto, en nuestro plato, principalmente debido al interés de la
industria alimentaria en promover un determinado modelo
agro-industrial y dietético, distinto al que se había llevado
tradicionalmente desde hace generaciones y mucho más lucrativo para
ellos, siguiendo la máxima de hacer negocio con lo que sea y como
sea. En este caso, además, con ayudas públicas para fomentar el
agro-negocio. Me refiero al interés en comercializar productos
ultra-procesados
baratos, cargados de harinas refinadas (mejor conservación al
quitarle el germen a los cereales integrales), extremadamente
palatables (sabrosos); llenos de azúcares añadidos o grasas
industriales como las
trans
o mucha sal. En algunos de estos productos comestibles incluso se
añaden las tres cosas a la vez siendo grasientos, azucarados y
salados
El
actual modelo agro-industrial contribuye también a esta pérdida de
diversidad al estar muy ligado al monocultivo intensivo, sin rotar
especies, empobreciendo los suelos y provocando además una
agudización
de las plagas.
En EEUU, más de la mitad del suelo cultivado
se dedica a maíz (y menos de un 2% se dedica a frutas y verduras), y
lo mismo pasa en Argentina con la soja, ambos cultivos son
transgénicos, con lo que se suman los problemas
ambientales y sanitarios derivados de este tipo de cultivos, que
pretenden poner parches y parches, en vez de ir a la raíz del
problema y cambiar de modelo. Ni siquiera han tenido
un mayor rendimiento como prometían y han producido
resistencias en las plagas y
malas hierbas, teniendo que usar cada vez más cantidad de
pesticidas y herbicidas, incluso combinándolos con otros herbicidas
cada vez más tóxicos. Es conveniente promocionar el control
biológico de plagas para poder reducir el uso de estas sustancias.
Más información en este
magnífico especial de Carne Cruda sobre el tema.
Los
pesticidas pasan a nuestros alimentos, como en
el caso de las fresas, últimamente muy criticadas por su elevado
contenido de estas sustancias.
También
interesa mucho el comercio de derivados cárnicos debido a lo
lucrativo que se ha vuelto para unos pocos la cría industrial de
animales. Todo
ello, adiestrando nuestros paladares desde niños para que no
demandemos otra cosa y con
la connivencia de las instituciones
que se suponen deberían velar por nuestro salud y medio ambiente.
Estos
productos chatarra han venido desplazando en los últimos años a los
productos frescos, locales, de temporada, sin embalajes ni una lista
interminable de ingredientes. El guiso de verduras o las legumbres,
han dado paso a los nuggets, los donuts o la pasta oriental
pre-cocinada.
Se está perdiendo la enorme diversidad de frutas y
hortalizas, debido a estos intereses comerciales, que podrían
enriquecer nuestra cocina, y a la vez mejorar nuestra salud y el medio
ambiente. Por
no hablar de la baja calidad de las pocas variedades de vegetales que
solemos encontramos en un supermercado habitual (en comparación con
las que podría haber). Ocurre
que todo este procesamiento, mecanización y transporte; muchos
productos son kilométricos, venidos de la otra parte del mundo,
suponen un enorme gasto energético (quema de hidrocarburos
principalmente) y una gran contribución a la insostenibilidad del
actual modelo alimentario agudizando el cambio climático.
Se
calcula que los alimentos viajan
unos 5,000 kilómetros de media desde
donde se producen hasta que llegan a nuestro plato. No se tienen
consideraciones medioambientales cuando se trata de aumentar la
rentabilidad de la industria explotando tierras y recursos lejanos,
así como a sus poblaciones, por mucho menos de lo que les costaría
aquí o inundando mercados lejanos con productos subvencionados más
baratos. La
deforestación,
el desplazamiento de poblaciones enteras, contaminar recursos
esenciales, o el asesinato de activistas sociales, suelen ser otras
prácticas habituales en este negocio.
Para
mitigar las emisiones de GEI por parte de la agricultura se propone
promocionar ciertos cultivos, como las legumbres, al ser muy aptas
para la rotación de cultivos; el
ciclo de las legumbres es bastante rápido, lo que permite
compaginarlo con otras plantaciones, como cereales y semillas
oleaginosas.
También requieren menos fertilizantes que otras plantaciones y
son los únicos cultivos capaces de fijar nitrógeno atmosférico al
suelo, teniendo un impacto positivo en la recuperación de los
mismos. El mijo también se ha propuesto como un cultivo
interesante al ser resistente a condiciones áridas, algo cada vez
más común según avanza la desertización en amplias zonas del
planeta.
No
obstante, lo principal es recuperar la fertilidad de los suelos,
muchos de ellos agotados después de décadas adicionándoles
cantidades ingentes de fertilizantes nitrogenados de síntesis
(nitratos). Esto interrumpe el proceso natural de nitrificación
que realizan las bacterias del suelo desde hace siglos, rompiendo
el equilibrio en el ciclo de nitrógeno,
lo que también afecta directamente al equilibrio del ciclo de
carbono, teniendo consecuencias catastróficas sobre el clima.
Los
suelos cada vez asimilan menos estos fertilizantes y hay que aumentar
cada vez más la cantidad a aplicar para tener la misma efectividad.
Es el negocio redondo; como el suelo ya no es fértil, se depende de
la compra de este insumo en cantidades crecientes para poder
cultivar. La inmensa mayoría del fertilizante no se asimila por
parte del suelo provocando graves problemas de contaminación y
emisiones.
Este
abuso de fertilizantes de síntesis es causante de la eutrofización
(acumulación de residuos orgánicos en el agua) de acuíferos, aguas
dulces y zonas costeras junto con la acidificación de los
ecosistemas, amenazando gravemente la habitabilidad de algunas zonas
del planeta, las llamadas zonas muertas oceánicas ubicadas en los
litorales marinos. En estas zonas muertas se produce un
sobre-crecimento de un tipo determinado de algas, debido a la
acumulación de estos residuos orgánicos de los que se alimentan.
Este sobre-crecimiento de algas genera a su vez un crecimiento de
bacterias que descomponen estas algas, a la vez que consumen el
oxígeno disponible. Por tanto, al no haber oxígeno no hay vida
marina, es decir, no hay pesca y perdemos recursos alimentarios
debido al actual modelo agro-industrial.
Es interesante la
comparación entre los litorales de Miami y los de Cuba debido a la
influencia de la eutrofización ya que Cuba no tuvo apenas acceso a
fertilizantes de síntesis después de la caída de la URSS. Mientras
que en gran parte del litoral de Florida ha quedado arruinado y
algunos de sus arrecifes sin vida, en el lado cubano podemos
encontrar mucha más vida marina en su litoral y las especies ya
extintas en el lado estadounidense. El aumento de las temperaturas en
los mares también está comprometiendo la vida marina.
Además,
a largo plazo, no es viable un modelo totalmente dependiente de los
hidrocarburos, tanto para el transporte de insumos, como para la
síntesis de fertilizantes, teniendo en cuenta que la extracción de
petróleo barato (de fácil acceso) se está acabando y es un recurso
finito.
También
tenemos un problema con el fósforo, otro elemento fundamental para
la agricultura, cuya movilización desde el fondo marino hacia las
áreas terrestres se
está viendo interrumpido por el dramático índice en
la
pérdida de especies.
Hoy por hoy, los suministros de fosfato mineral de fácil
accesibilidad se están agotando y no se está reponiendo de forma
natural en los suelos, lo que implica menor fertilidad y, por tanto,
menor secuestro de carbono atmosférico en los campos.
Ante
esta situación es urgente tomar medidas para recuperar la fertilidad
de los suelos y evitar el uso de fertilizantes de síntesis, tanto
por su impacto en el ciclo natural del nitrógeno, como por su
impacto contaminante en los ecosistemas y sus enormes emisiones de
N2O. Tal
y como propone la FAO,
unos suelos saludables son la clave de una producción alimentaria
saludable y clave para la seguridad alimentaria en los próximos años
frente a la reducción de recursos hídricos y el cambio climático.
Al recuperarse los suelos, éstos consiguen una mayor resistencia
ante el estrés hídrico y climático (al retener más agua), también
frente a las plagas y malas hierbas, mejorando los rendimientos de
los cultivos con el tiempo, así como un mayor contenido de
nutrientes para nuestros cultivos. También ir potenciando el control
biológico de plagas para minimizar el uso de pesticidas.
Entre
las técnicas propuestas para lograr estos objetivos destaca la
agro-ecología, una disciplina científica, en pleno desarrollo
actualmente, que combina tradición e innovación para la creación
de sistemas agro-alimentarios sostenibles aplicando los principios de
la ecología con una visión integral de los ecosistemas.
La
agro-ecología se revela más útil en zonas más deprimidas donde
los condicionantes climáticos y económicos se hacen más
patentes. No obstante, el lobby de la industria fabricante y
distribuidora de fertilizantes de síntesis, tremendamente poderoso
después de décadas de dependencia mundial, no se da por vencido y
recientemente
han
presentado en la
convención sobre cambio climático de París
(COP21) su propuesta de “agricultura climáticamente inteligente”
(la única sobre modelo agro-alimentario de toda la convención), un
concepto ambiguo, que no hace referencia a nada concreto y que
pretende servir como caballo de Troya para que esta compañías
continúen con su negocio, sobretodo en los países menos
industrializados.
El
mes pasado salió
a la luz un estudio
donde investigadores
de la Universidad Estatal de Washington han concluido que es posible
alimentar a la creciente población mundial teniendo en cuenta
objetivos de sostenibilidad (no nos queda otra opción, por otro
lado). Han revisado 40 años de estudios científicos comparando
agricultura convencional y ecológica, concluyendo que la
agro-ecología puede tener rendimientos satisfactorios, ser rentable
y seguro para los trabajadores del campo y también para el
medio-ambiente.
Se suele criticar a la agro-ecología por ser
menos eficiente y necesitar mayor superficie de tierra para obtener
la misma cantidad de alimentos, pero en esta investigación se
describen casos en los que los rendimientos son incluso mayores que
en el caso de una producción convencional, sobretodo, en casos de
sequía. Por otro lado, una finca convencional que usa el
monocultivo intensivo con una alta mecanización y un elevado uso de
insumos químicos, suma a sus enormes costes medioambientales el
elevado uso de energía, en comparación a la producción de
alimentos agro-ecológica.
Olivier
de Schutter,
relator especial de las Naciones Unidas para el derecho a la
alimentación entre los años 2008 y 2014, afirmaba en su informe “La
agro-ecología y el derecho a la alimentación”,
que “los agricultores pequeños podrían duplicar la
producción
de alimentos en una década si utilizaran métodos productivos
ecológicos”. Y añadía; “se hace imperioso aplicar la
agro-ecología, para poner fin a las crisis alimentarias y ayudar a
afrontar los retos vinculados a la pobreza y al cambio climático”. Según
de Schutter: “La evidencia científica demuestra que la
agro-ecología supera al uso de los fertilizantes químicos en el
fomento de la producción de alimentos, sobre todo en los entornos
desfavorables donde viven los más pobres”. Este mismo informe
detalla que “En diversas regiones se han desarrollado y probado con
excelentes resultados técnicas muy variadas basadas en la
perspectiva agro-ecológica. (…) Tales técnicas, que conservan
recursos y utilizan pocos insumos externos, tienen un potencial
demostrado para mejorar significativamente los rendimientos”.
En
cuanto al consumo de agua, tal y como podemos apreciar en la imagen,
los alimentos de origen animal tienen un consumo mucho más elevado
que los de origen vegetal.
Al
elevado consumo de agua se le suma las emisiones de GEI debidas a la
ganadería industrial intensiva;
Un 35-40% de todo el metano de
origen antropogénico, el 65% de las emisiones totales de N2O
(agricultura para piensos, abonos orgánicos, desechos), el 9% del
CO2 total por cambio de usos de tierra, al que hay que sumar el
emitido por el transporte asociado y el uso de energía en las
granjas mecanizadas, y el 64 % del amoniaco, que contribuye de forma
significativa a la lluvia ácida.
La deforestación, las
poblaciones desplazadas, el aniquilamiento de la fauna autóctona, el
elevado consumo de agua, contaminación de ecosistemas por desechos
(purines de los cerdos) etc, son las desagradables y habituales
consecuencias del modelo ganadero intensivo actual, entre otras
consideraciones, como el
abuso de antibióticos
o la excesiva
concentración del negocio en
pocas empresas. En cuanto a la gestión de purines de los cerdos,
es digno de mención el caso de sobre-producción que sufrimos en
España debido a que hemos aceptado parte de la producción del
centro de Europa, donde la legislación medioambiental es menos laxa
que aquí y la presión ciudadana ha sido mayor. El resultado es que
nos
encontramos ante un verdadero problema
al no poder gestionarse la enorme cantidad de purines en poco espacio
generados por millones de cerdos de las granjas-fábricas de
producción intensiva. Esto provoca más emisiones a la atmósfera, y
también contamina los acuíferos y suelos.
No
obstante, el impacto del ganado depende mucho del tipo de producción;
no es lo mismo la ganadería intensiva industrial que la extensiva o
el silvipastoreo.
La capacidad de retención de CO2 atmosférico por parte de los
campos de pastoreo (sumideros de CO2) al generar mayor conservación
de los bosques, es una de las ventajas. Una ganadería extensiva
orgánica, alimentada con más hierba y menos piensos procedentes de
la agro-industria permite minimizar el aporte insumos derivados de
combustibles fósiles en toda la cadena de producción (desde los
cultivos para piensos hasta la distribución final de la carne),
contribuyendo además a fertilizar la tierra, a retener más agua, a
movilizar semillas y nutrientes, y a menos deforestación.
Es
resumen, la ganadería extensiva orgánica, no sólo ayuda a
preservar el ecosistema, sino que es una
de la soluciones para emitir menos GEI,
captar CO2 y sin dañar los ecosistemas en comparación con la
producción intensiva industrial que se revela como
insostenible
a largo plazo.También,
la ganadería extensiva, en comparación con la producción
industrial, contribuye a afianzar a la gente al medio rural,
generando empleos directos e indirectos y mayor tejido social, algo
extensible también a la agricultura. Esto es muy necesario si
tenemos en cuenta el envejecimiento poblacional de nuestro medio
rural y la falta de relevo generacional, lo que deja el campo en
manos de unas pocas grandes empresas con las consecuencias
medioambientales y de calidad alimentaria descritas. Todo esto ha
sido fomentado
desde la UE
y su
nefasta Política
Agraria
Común
(PAC)
que apuesta por desregular mercados y favorecer a grandes
distribuidoras y a grandes terratenientes, frente al pequeño
productor artesanal local.
Para ello, es clave el apoyo
institucional y de la sociedad civil hacia el medio rural, al pequeño
productor local y artesano, para conseguir que se diferencien sus
productos y se favorezca su comercio, siendo viable económicamente.
El
argumento de la industria para desacreditar a la ganadería extensiva
es la falta de capacidad de ésta para cumplir con la demanda si se
generalizase y compitiese con la intensiva. En este sentido,
habría que decir que la producción de alimentos actualmente
alcanzaría
de sobra
para alimentar a mucha más gente de la que hay en el planeta, por lo
que el problema no es el tipo de producción alimentaria, sino el
acceso a los alimentos (dimensión político-financiera de las
desigualdades
alimentarias).
No
obstante, es cierto que el consumo de carne y sus derivados está muy
por encima de lo que podría ser sostenible (e incluso saludable,
según
la OMS)
con cualquier tipo de ganadería y se hace imprescindible incentivar
la pedagogía en este sentido para alcanzar un consumo más
responsable donde ganemos todos en calidad, salud y
sostenibilidad.
Con
comer carne dos veces a la semana sería más que suficiente para
cubrir necesidades nutricionales. Hablamos de unos 500 gramos a la
semana de carne fresca no
procesada,
de los que la carne roja de vacuno no debería superar los 300
gramos, al ser considerada como “de alto impacto” por generar más
emisiones y consumo de recursos que el ganado porcino, ovino, caprino
o la cría de aves. Tengamos en cuenta que es una recomendación de
consumo máximo, es decir, el consumo de carne se podría reducir
incluso más, teniendo en cuenta que también se consume pescado,
lácteos o huevos.
Estas
recomendaciones nutricionales, atendiendo a criterios
medioambientales, están siendo recogidas en las nuevas guías
oficiales sobre consejo dietético de varios países, como EEUU,
Alemania, Reino Unido, Suecia, Brasil, Australia o, recientemente,
Holanda. En
Alemania, han llegado a proponer que se venda
carne solamente una vez a la semana
en
restaurantes y bares, por lo que la industria cárnica ha puesto el
grito en el cielo. No obstante, sería un buen comienzo, aunque
quizás, tres o cuatro días a la semana tendrían mejor acogida.
Cada
vez hay más consenso, no solo en movimientos sociales, sino en las
propias instituciones internacionales como la FAO o la
UE,
sobre la necesidad de transformar el actual modelo industrial y
kilométrico hacia uno basado en sistemas alimentarios locales, que
apuesten por una agricultura y ganadería ecológica a pequeña
escala. Pero no sólo necesitamos una transición energética o
de modelo agro-alimentario, también necesitamos, de forma conjunta,
una transición dietética, una serie de cambios culturales en
nuestra actual forma de alimentarnos que permita acometer cambios
hacia sistemas más sostenibles. Para ello, es necesario incidir en
la educación nutricional y medioambiental desde edades tempranas
mediante planes ambiciosos que permitan el cambio de paradigma
cultural que tan urgentemente necesitamos.
Dentro
de las pautas
habituales
para tener una dieta más sostenible
se suele hablar de reducir el consumo de carne en favor de alimentos
vegetales frescos, de temporada y producción local. Como sustituto
de la proteína animal se suelen recomendar frutos secos o legumbres,
combinadas o no con cereales para obtener una buena cantidad de todos
los aminoácidos esenciales (los que no fabricamos nosotros).
Consumir grasas saludables, dando preferencia a las locales, como
el aceite de oliva o girasol en detrimento de, por ejemplo, el aceite
de palma, menos saludable y con
mayor impacto medioambiental y social actualmente. Se
recomienda buscar alimentos producidos de forma más sostenible, y en
caso de estar certificados con algún sello, que sean de producción
local. Tener una dieta con mayor variedad de productos frescos
repercute favorablemente en la biodiversidad de nuestra huerta y, por
tanto, en su resiliencia. Escoger menos productos procesados,
debido al mayor impacto medioambiental y mayor consumo de recursos,
como he comentado anteriormente (embalajes, mecanización, transporte
de materias primas y después distribución del procesado, etc).
En
cuanto a la sostenibilidad comparando las dietas basadas en consumo
de vegetales con otras dietas, hay unas consideraciones a tener muy
en cuenta: el consumo de carne requiere más recursos que los necesarios en una dieta ovolacto-vegetariana como demuestra este estudio, aunque advierte de que ambas son insostenibles y ambas usan gran cantidad de combustibles fósiles. Y
mucho ojo con que se sustituyen las proteínas de origen animal, ya que
puede implicar hábitos dietéticos menos sostenibles que el consumo
moderado de carne procedente de algunos tipos de ganadería (extensiva
con forraje) o pescado (criados en acuaponia de ciclo cerrado alimentado mediante, piensos más sostenibles, la vermicultura o la lenteja de mar, por ejemplo).
El pescado de origen salvaje es cada vez más escaso y contaminado pero la producción de pescado en acuicultura convencional no parece ser muy sostenible, debido a la cría de variedades más carnívoras cuya alimentación consume grandes recursos en vida salvaje marina. Por lo que la cría de variedades como la carpa o la tilapia sería más sostenible al permitir más alimentación de origen vegetal y ser perfectamente aptos para la acuaponia. Para más información sobre contaminantes en el pescado de acuicultura puedes consultar este post, y para más información de la situación actual en la sostenibilidad del plancton marino puedes consultar este post.
Así pues, una dieta basada en vegetales puede tener un elevado impacto medioambiental si se trata de alimentos kilométricos, transportados y refrigerados desde la otra parte del planeta, y producidos en monocultivos intensivos industriales fuertemente ligados a agro-tóxicos contaminantes. Por lo que no es cierto, en todos los casos, que las dietas basadas en el consumo de vegetales tengan menos impacto medioambiental que las que incluyen un consumo moderado de carne de producción más sostenible y local, como sugieren las conclusiones este estudio;
“Aunque la dieta vegetariana promedio bien podría tener una ventaja medioambiental, las excepciones también pueden darse. El transporte aéreo de larga distancia, la ultra-congelación, y otras practicas de cultivo pueden implicar cargas medioambientales para vegetarianos que sobrepasen las de la carne orgánica de producción local”
Y con los nuevos grupos de consumo, cooperativas o mercados de cercanía, y las nuevas ganaderías y huertos locales, más respetuosos con el medioambiente, esto es cada vez menos excepcional si nos fijamos de donde vienen y como se producen los alimentos que nos encontramos en un supermercado corriente.
Este tipo de comercio de circuito corto o venta directa suele ser una opción bastante interesante; son productos de calidad, con mayor variedad (en el súper mercado sólo nos venden un tipo de calabacín cuando en realidad hay muchos más), y más sostenible al potenciar la producción local y más respetuosa con el medio ambiente. Al eliminar intermediarios y “puentear” a los grandes distribuidores de la industria alimentaria también contribuimos a una mayor justicia social para el pequeño productor, facilitándole la transición hacia técnicas más sostenibles.
La agro-ecología en general desarrollada sobretodo por productores locales a pequeña escala, debe tener más apoyo institucional y social para poder transicionar de modelo, al igual que lo deben tener las energías renovables o la educación medioambiental y alimentaria.
España se ha negado a adaptar la normativa europea sobre las medidas higiénico sanitarias, como si han hecho otros países, imponiendo, por ejemplo, la misma normativa a cumplir a una quesería artesana que a una industrial , lo que impide el crecimiento de la iniciativa a pequeña escala y más sostenible. Otra diferencia es que en países como Italia o Francia, alrededor el 20% de las explotaciones hacen venta directa, mientras que en España apenas llegamos al 3%, como nos recuerda VSF-Justicia alimentaria global, quienes también recomiendan mayor compra pública de alimentos más sostenibles y la implantación de “hubs alimentarios”.
Estos hubs son Centros regionales o “nodos” de distribución alimentaria para que estas nuevas formas de producción tengan más salida comercial . Son apoyados por las administraciones públicas allí donde llevan años funcionando, en ciudades de Estados Unidos y de Europa, como es el caso de la ciudad de Turín con su Food Hub TO Connect (FHTC). Un sistema basado en mercados municipales y circuitos alimentarios cortos genera el doble de puestos de trabajo que otro basado en supermercados según el New Economics Foundation (NEF) de Inglaterra.
Por todo el Estado van surgiendo iniciativas en este sentido, provenientes, tanto de los nuevos Ayuntamientos, como de la sociedad civil organizada;
En cuanto a la certificación o sello ecológico oficial, debemos decir que tiene grandes carencias, empezando porque no mide el impacto medioambiental o la huella de carbono de los alimentos, permitiendo los alimentos kilométricos. Limones eco venidos de china o kiwis eco venidos de Nueva Zelanda, cuando aquí también se producen. O casos como el Tofu de la imagen, con dos sellos eco, pone “producto de España” y sin embargo, debajo del sello eco se puede leer en letra minúscula “ Agricultura no UE”, lo que quiere decir que es soja venida de Brasil o de China.
El sello oficial permite también algunas excepciones como el uso de piensos convencionales sino hay disponibilidad de piensos ecológicos, o el uso de etileno para madurar frutos climatéricos en cámara si es para evitar la acción de un tipo de mosca. En la práctica, en demasiadas ocasiones, se hace de estas excepciones la regla. También permite un uso de elevadas concentraciones de aluminio o cobre en los fitosanitarios.
Actualmente hay proyectos de certificación locales en desarrollo bastante más interesantes y democráticos, como el sistema de participación de garantía (SPG) de pequeños productores agro-ecológicos de la Región de Murcia o la asociación EHKO en Euskadi.
Tenemos el caso de las grandes marcas y distribuidoras alimentarias queriéndose subir al carro eco recientemente, como el caso de Knorr y sus “campos sostenibles” que detalla El blog El Salmón contracorriente, fabricante de comida pre-cocinada de la enorme mega-corporación Unilever. Cuando se miran los datos no hay muchas garantías de sostenibilidad real (por no decir ninguna), aparte de sus buenas palabras o cursos de capacitación.
Esta nueva mega-industria “eco” pretende mantener las mismas prácticas de producción industrial, de monocultivo intensivo perdiendo biodiversidad, las mismas malas prácticas laborales, los alimentos kilométricos, la alta mecanización y uso de envases, etc, aunque, eso si, usando menos insumos de síntesis para pintarse de verde y obtener otra cuota de mercado en alza.
Sobre el precio de los alimentos ecológicos habría que tener en cuenta si la agricultura ecológica obtuviera los apoyos que necesita y se expandiera, la oferta se incrementaría y daría lugar a una bajada de precios. También hay que tener en cuanta que no se mide coste real de la producción agro-industrial actual, ni lo que nos va a costar en el futuro a las generaciones venideras; es comida barata, si, pero a que precio; un alto coste en términos de salud, socio-económicos y medioambientales;
-No se paga el coste real por la enorme contribución al cambio climático del sistema agro-alimentario actual, tampoco los costes económicos para la sociedad debidos a los fenómenos atmosféricos o el deterioro de ecosistemas derivados del impacto medioambiental.
-Se benefician especuladores en bolsa mientras perdemos el medio rural.
-Suelen ser productos de menos calidad.
-Se ha normalizado una situación que nos lleva a una desastrosa pérdida de soberanía y seguridad alimentarias de cara al futuro provocando que la comida pase a ser mucho más cara por escasez después de agotar los suelos y recursos hídricos.
Por último, se hace necesario reducir el enorme despilfarro alimentario actual; 385 millones de kilos de alimentos que, en lugar de acabar en la mesa, acaban triturados en vertederos cada año en España.
Según la Comisión Europea en España los súper tiran el 5% de toda la comida que se desecha. Es mucho peor en los hogares (42%), la industria (39%) y los restaurantes (14%). Francia ya aplica un plan contra el despilfarro alimentario y establece que los supermercados de más de 400 metros cuadrados no podrán tirar a la basura los productos perecederos debiendo donar esta comida a organizaciones de caridad y bancos de alimentos. También se podría usar alimento desechado para abono agrícola o en la fabricación piensos para animales.
Algunas medidas a adoptar serían el control en origen y a lo largo de toda la cadena del despilfarro que va desde el campo al plato. En el campo, frenar el desperdicio por razones estéticas (la llamada “fruta fea”), evitar la venta a pérdida, defendida actualmente por la CNMV, fijando precios mínimos que cubran costes y promoviendo la venta de proximidad. En
la restauración colectiva informar, mejorar la previsión de las
raciones e informatizar los sistemas para ahorrar. Y
para los consumidores mejorar el etiquetado (caducidad-consumo
preferente), adaptar envases, informar y educar desde la escuela con
propuestas como la de la imagen.