25 julio, 2014
Sanitarios, escritores y hasta empresarios: la eterna reivindicación por una jornada laboral más humana.
Por Lara Fernández GutiérrezEl escritor y diseñador William Morris dijo: «Si una persona está sobrecargada de trabajo, no puede disfrutar de buena salud; ni si está continuamente encadenada a una sucesión opaca de esfuerzo mecánico, sin esperanza en el porvenir; ni si vive en una continua y sórdida ansiedad por subsistir; ni si se siente enferma; ni si se le priva del disfrute de la belleza natural del mundo; ni tampoco si no tiene diversión para avivar el espíritu de vez en cuando».
El aforismo es de hace más de un siglo, pero no tiene los rasgos anticuados de cualquier cita histórica que se precie. A estas palabras alude el doctor John Ashton, antes de pasar a explicarnos su subversiva denuncia de la situación laboral de 2014: «Deberíamos trabajar cuatro días por semana».
Pones cara de póquer.
–Si yo no concibo un triste viernes libre–, aclaras, desconcertado. El mero concepto de tres días de fin de semana, para siempre, se escapa de tu capacidad de raciocinio.
El presidente de la Facultad de Salud Pública de Reino Unido propone esta medida para mitigar los niveles de estrés, reducir el desempleo y permitir que la gente pueda hacer ejercicio o disfrutar más de sus seres queridos. Su reflexión es tan obvia, que hace daño: «el trabajo está mal distribuido». Mientras unos se matan a trabajar, otros se asfixian en el averno del paro.
Ashton asegura que una pequeña fracción de la humanidad, que se regocija en una vida plena, esclaviza al resto, que accede con un aire de histerismo triste: «Las aristocracias nunca han tenido problema en no trabajar o en trabajar solo a tiempo parcial. Persiguen lo que les interesa. Los trabajadores tuvieron que luchar duro, trabajando de forma gratuita, los fines de semana, en días de fiesta o a horas intempestivas. En los últimos años, ese progreso se ha detenido y se mueve marcha atrás, pues la crisis económica se ha utilizado para disciplinar a los trabajadores. Los ricos se hacen más ricos en todo el mundo, mientras vivimos una carrera de fondo para depauperar a los trabajadores. Necesitamos una nueva política y una nueva economía, donde la sociedad puede servir a la gente y donde todos vivan bien».
El médico británico acentúa el contrasentido que supone trabajar durante un tiempo excesivo para alcanzar el máximo rendimiento. «Los trabajadores felices son más productivos. Hay evidencias de que el presentismo, ese fenómeno por el que la gente pasa las horas en su puesto de trabajo, pero sin rendir mucho, es real. Reino Unido, por ejemplo, tiene una de las jornadas más largas de Europa y está entre los países menos productivos».
Los chispazos de rebeldía merman cuando pensamos en el vil metal: los salarios. ¿Esta petulante idea de trabajar menos nos hará más miserables? «Depende de cómo midamos la riqueza», replica, «y los costes que supone para la sociedad una mala distribución del trabajo (jóvenes alienados, problemas de salud mental…). Si midiéramos el impacto de todo esto en la economía, veríamos los beneficios de un trabajo bien repartido. Ahora, una pequeña parte de la población monopoliza el trabajo bien pagado mientras, en el otro extremo, la gente se muere de hambre. También hay que tener en cuenta los beneficios para la sociedad civil, porque más tiempo libre se traduce en una mayor actividad dentro de la comunidad y en un florecimiento de las artes y oficios».
Ashton considera que estos cambios sustanciales no se afianzarán de la noche a la mañana: «Todos los instrumentos políticos deben ser utilizados durante 5-10 años para conseguir la fuerza suficiente».
La visión del capital
Por suerte, esta perspectiva no es exclusiva de John Ashton ni del sector sanitario. Esta misma semana, el multimillonario Carlos Slim ha sembrado el pánico en el mundo empresarial yendo aún más lejos: sugiere que se trabaje solo tres días por semana.
Parece verdaderamente significativo que un capitalista de primer nivel también haya abordado al asunto y, además, en mitad de una conferencia de negocios entre Estados y empresas. Al fin y al cabo, la Historia nos demuestra que toda reforma se origina en el interés de los acaudalados.
Para el mexicano, la reducción de la semana se compensaría con una jornada más larga, de unas 11 horas, y una jubilación más tardía ya que la actual, considera, proviene de una época en la que la esperanza de vida era más baja. Esta medida mejoraría la calidad de vida de las personas y, por consiguiente, su productividad. Según recoge el Financial Times, Slim expuso que «cuatro días libres serían muy importantes para generar nuevas actividades de entretenimiento y otras formas de estar ocupado».
El empresario es la segunda persona más opulenta del mundo, solo precedido por Bill Gates y, sin embargo, ha sabido levantar la vista de sus riquezas y observar qué ocurre en las entrañas de su imperio de telecomunicaciones, Telmex. De hecho, sus empleados en edad de jubilación tienen la opción de trabajar cuatro días por semana, percibiendo un salario completo.
Previsiblemente, Slim se ha tropezado con la mirada preocupada e interrogante de muchos expertos del mercado laboral, que han llenado páginas de periódicos tildando su propuesta de «descabellada» y, en el mejor de los casos, de «rara». Una experta ha asegurado a Cinco Días que «estar más de 11 horas en el trabajo supone un riesgo para la salud». Sin embargo, los datos demuestran que la gente prefiere la jornada intensiva, como la que se suele aplicar en verano. Pese a la reticencia de muchas empresas, se ha demostrado que, cuando trabajamos más horas comprimidas y, en compensación, disponemos de más tiempo de ocio, aumenta la productividad, la motivación, la optimización del tiempo (después de cada pausa, hace falta tiempo para retomar el ritmo de trabajo) y se facilita la desconexión.
De la teoría a la práctica
Algunos países ya han dado los primeros pasos para reducir la vetusta jornada laboral. Suecia, por ejemplo, tiene la consabida virtud de mirarse al espejo para subsanar sus errores. Por eso, el pasado abril, el gobierno de Gotemburgo comenzó un experimento de un año con la mitad de sus funcionarios, que actualmente trabajan seis horas diarias. Los escandinavos quieren averiguar si trabajar menos con el mismo sueldo beneficia la productividad, la salud y la dicha.
De hecho, esta misma prueba ya se había hecho en la fábrica de Toyota de la ciudad, con resultados triunfantes. Fue entonces cuando el país perdió el miedo al cambio y, con ello, cualquier vestigio de horarios dilatados y presentismo absurdo. Los empleados de la industria son ahora más eficientes y el absentismo se ha mitigado. Así, Suecia ha trazado de un plumazo una situación laboral envidiable: trabajadores bien formados, sueldos elevados y tiempos de ocio considerables.
Pero si hay un lugar donde ya no se juega con la idea, porque ha pasado de ensayo a vigencia, ese es Utah (EE.UU.). Desde 2008, sus empleados públicos trabajan solo de lunes a jueves, 10 horas cada día. Según el gobernador del estado, se han suavizado el tráfico y el gasto de energía. Además, se calcula que la administración se ha ahorrado un millón y medio de euros, una gran baza para que otros poderes mundiales copien el modelo.
El calendario ha seguido viento en popa hasta hoy. Según una encuesta realizada por las autoridades, el 82% de los trabajadores se sienten satisfechos, menos estresados y ahora dedican los viernes, como decía Bertrand Russell, «a la búsqueda de la ciencia, la pintura y la escritura». O a lo que sea que les haga sentirse libres y salir de la desidia y el tremendo sopor que envuelve al siglo XXI.
Elogio de la ociosidad
El filósofo y matemático Betrand Russell no era, en efecto, gran fan del trabajo. En su ensayo Elogio de la ociosidad calcula que, si la sociedad se manejara de un modo justo y adecuado, cada persona tendría que trabajar 4 horas al día. Lo que ocurre es que los tipos menos importantes parecen estar exentos de reflexión por trabajar para un empresario; a sus propios ojos la realidad es así porque tiene que serlo; la fealdad del mundo que el capitalismo está erigiendo a nuestro alrededor es inminente y, si alguien decide, son los jefes. El mundo laboral funciona como un partido totalitario.
El economista Keynes planteó una idea similar en su ensayo de 1930, Las posibilidades económicas de nuestros nietos. Estaba seguro de que el avance tecnológico nos liberaría del trabajo, de que no tendríamos que hacerlo más de 15 horas semanales para producir todo lo que necesitáramos. Veía el desempleo actual como algo positivo, vinculado al uso de máquinas para sustituir la mano de obra a un ritmo tal que el mundo desarrollado, pensaba, estaría en camino de resolver el problema de escasez que ha encadenado siempre a la Humanidad. Los aparatos producirían sin descanso, mientras los individuos reducen su esfuerzo. De ambas profecías, una es cierta: los países desarrollados son tan ricos como vaticinó. Sin embargo, no disponemos de semejante tiempo libre. De hecho, trabajamos las mismas horas desde hace más de 30 años.
Partiendo de este pronóstico fallido, el biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky, ha escrito la obra ¿Cuánto es suficiente?, una reflexión sobre el uso de la riqueza en la sociedad occidental actual. En una entrevista a Público, el escritor cavila sobre qué hemos hecho mal para no cumplir la predicción: «El capitalismo ha conseguido producir cada vez más riqueza pero esta riqueza se está distribuyendo de forma cada vez menos igualitaria y aquí tenemos el problema ético sobre el cual reflexionar. Todos necesitamos cierto nivel de riqueza para conseguir una buena vida, pero ¿qué es una buena vida y qué nivel de riqueza necesitamos? Por otro lado, hay que reflexionar sobre la cuestión política. ¿Cómo organizarnos para qué esto ocurra?».
Así que, remontando la línea hasta el origen, la mayor parte de ganancias productivas conseguidas por todos han ido a parar a manos de los más pudientes. «Los ricos y los muy ricos se han tornado en mucho más ricos, mientras que se han estancado los ingresos de todo el resto. Por esto, la mayoría de las personas no están, en los hechos, cuatro o cinco veces mejor de lo que estaban en el año 1930. No es de extrañar que dichas personas se encuentren trabajando más horas de las que Keynes pensó que trabajarían».
En este camino cada vez más escindido entre productores y zánganos usufructuarios, volvemos a otra flamante y, en ocasiones, comprensiblemente misántropa cita de Morris:
«Además del deseo de producir cosas hermosas, la pasión rectora de mi vida ha sido y sigue siendo el odio hacia la civilización moderna».
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