La opinión pública acepta pasivamente la existencia de élites cada vez más ricas
¿Caminamos hacia el ascenso de la sociedad de la desigualdad? ¿Se
está produciendo una progresiva normalización, una creciente tolerancia y
quizás una próxima legitimación de las desigualdades sociales? Existen
inquietantes indicios que así parecen anunciarlo, como revela el
programa de desmantelamiento del Estado de bienestar presentado por el
gobierno holandés de coalición social-liberal. Pero de aceptarse este
nuevo enfoque desigualitario, podríamos caer en un trágico error de
cálculo, según vamos a ver. Pero ante todo, constatemos los hechos.
Es un fenómeno bien conocido y casi comúnmente aceptado que, como consecuencia de la crisis financiera internacional (gran recesión del crédito privado en 2008-2010 y segunda recesión de la deuda pública en 2011-2013), se ha producido en todo Occidente un extraordinario incremento de las desigualdades sociales (a diferencia de lo que ocurre en los países emergentes, que por el contrario están comenzando a reducirlas y suavizarlas). Las causas inmediatas son evidentes, pues se debe al fuerte descenso de las rentas del trabajo (con doble pérdida tanto de empleo como de salarios reales) y a la simultánea caída del gasto público en transferencias (protección del desempleo, pensiones compensatorias) y servicios sociales (educación, salud, etc) por efecto de la política de ajuste y austeridad fiscal, lo que ha determinado una considerable disminución de la renta familiar disponible.
Entre tanto, las rentas profesionales y empresariales de los agentes y sectores expertos en la globalización (servicios financieros, comerciales y digitales, especialmente) han crecido espectacularmente, contribuyendo a multiplicar la apertura del abanico estratificador de los ingresos personales. Así, la distancia en términos de poder adquisitivo entre una élite cada vez más rica y unas bases cada vez más pobres está creciendo a gran velocidad, mientras los instrumentos fiscales de redistribución de la renta por imposición directa se reducen al mínimo a causa de la caída de la presión tributaria. La consecuencia es el enriquecimiento de la minoría que gestiona la crisis a costa del desclasamiento de la mayoría de la población. Y aunque un hecho tan brutal choque frontalmente con el ideal democrático de igualdad entre todos los ciudadanos, este fortísimo ascenso de la desigualdad es pasivamente aceptado por la mayoría de la opinión pública, que lo interpreta con resignado fatalismo como efecto inevitable de una crisis excepcional.
Y la más significativa excepción a esta regla de común aceptación conformista de las desigualdades sociales es la opuesta por ciertas minorías activas que oponen fuerte resistencia simbólica en el sur de Europa, como sucede con el 15M o las mareas blanca y verde que salen en defensa de los servicios públicos de salud y educación. Ahora bien, como ha revelado François Dubet en un breve y lúcido libro de obligada lectura (Repensar la justicia social, siglo XXI, Buenos Aires, 2012), subtitulado Contra el mito de la igualdad de oportunidades, en esta defensa del Estado de bienestar amenazado por el austericidio hay un equívoco mal entendido. Y es el de creer que el mejor instrumento para luchar contra las desigualdades es la política de igualdad de oportunidades, sin advertir que una consecuencia imprevista de esta política es precisamente la de multiplicar la efectiva desigualdad resultante.
Para Dubet, la desigualdad social presenta dos dimensiones distintas aunque relacionadas entre sí. Por un lado, la desigualdad de las posiciones sociales que pueden llegar a ocuparse en una estructura o sistema social. Por ejemplo, la desigualdad entre los profesionales titulados y los trabajadores manuales. Y por otro, la desigualdad entre las condiciones de origen desde las que se inicia la competición para alcanzar dichos puestos a ocupar. Por ejemplo, la desigualdad entre las familias autóctonas y las familias inmigrantes. En la carrera personal o colectiva de lucha por la vida, esta última es la desigualdad inicial de salida, mientras que aquella otra es la desigualdad terminal de llegada. Y para reducir la desigualdad social podemos apostar por igualar tanto las condiciones de salida (igualdad de oportunidades) como las metas de llegada (igualdad de posiciones). Lo ideal sería tratar de igualar ambas a la vez, en la línea de origen y en la de llegada. Pero, ante la imposibilidad de satisfacerlas simultáneamente, se prioriza una sobre otra.
La política socialdemócrata trata de reducir la desigualdad entre los puestos de llegada mediante la política fiscal que redistribuye progresivamente la renta. Mientras que la política liberal trata de reducir la desigualdad entre las líneas de salida mediante las políticas de acción afirmativa y discriminación positiva (cuotas, becas, rentas de inserción, etc): es la política de igualdad de oportunidades. Excuso decir que en estos tiempos de ajuste presupuestario y devaluación de rentas, decretados bajo el eufemismo de la consolidación fiscal, la política de igualdad de posiciones ha quedado anulada y está resultando invertida en la práctica, dado el incremento exponencial de la desigualdad en la distribución de la renta. Y, mientras tanto, sólo queda espacio, aunque cada vez más laminado por la feroz austeridad presupuestaria, para la política de igualdad de oportunidades, como única herramienta capaz de suavizar, ya que no de corregir ni rectificar, la rampante desigualdad social.
Pero como revela François Dubet en su texto antes citado, el problema es que la política de igualdad de oportunidades, por progresista que parezca y bienintencionada que sea, genera imprevistos efectos contraproducentes. En lugar de reducir la desigualdad de las posiciones de llegada, lo único que logra es favorecer e impulsar la movilidad social entre unas y otras, que se hacen cada vez más desiguales. Pero así reconvierte el problema de la desigualdad en una competición meritocrática por el acceso restringido a las posiciones más desiguales y selectivas: es decir, en una carrera cada vez más concurrida en pos del ascenso social. Una carrera multitudinaria que al masificarse pronto se satura, pues la igualdad de oportunidades es como el juego de las sillas, que sólo funciona bien cuando hay suficientes puestos de llegada para todos los aspirantes. Es lo que ocurre al inicio de la modernización, como pasa hoy en China o los demás países emergentes, cuando la universalización de la enseñanza favorece el ascenso de los hijos del campesinado y las clases trabajadoras hacia una sociedad de nuevas clases medias.
Pero cuando la modernización entra en su fase de madurez y las clases medias ya no pueden seguir creciendo, como ha ocurrido ya en Occidente, la igualdad de oportunidades se convierte en una trampa, pues como ya no hay puestos privilegiados para todos, cada vez son más los llamados y menos los escogidos. Entonces la igualdad de oportunidades ya solo genera rivalidad y competitividad entre todos los concurrentes, mientras los perdedores se dejan ganar por el resentimiento y el desclasamiento. En consecuencia se desata una guerra de todos contra todos solo movidos por la envidia social y la privación relativa, lo que generaliza el individualismo posesivo, la privacidad egoísta, las identidades sectarias, la desconfianza mutua y la polarización conflictiva. Lo cual produce como resultado agregado el crecimiento geométrico de unas desigualdades sociales que acaban por normalizarse y legitimarse en nombre de la sacrosanta competitividad. Es la pesadilla neoliberal en que ha degenerado el sueño americano. Y para evitar esa contradicción insuperable que pervierte la igualdad de oportunidades sólo cabe apostar por la igualdad de posiciones, tal como recomienda hacer Dubet. Lo que exige restaurar la redistribución progresiva de la renta como única forma de recuperar la cohesión social, la confianza recíproca, la cooperación solidaria, el aprecio por las identidades comunes y la participación colectiva en defensa del interés general.
Es un fenómeno bien conocido y casi comúnmente aceptado que, como consecuencia de la crisis financiera internacional (gran recesión del crédito privado en 2008-2010 y segunda recesión de la deuda pública en 2011-2013), se ha producido en todo Occidente un extraordinario incremento de las desigualdades sociales (a diferencia de lo que ocurre en los países emergentes, que por el contrario están comenzando a reducirlas y suavizarlas). Las causas inmediatas son evidentes, pues se debe al fuerte descenso de las rentas del trabajo (con doble pérdida tanto de empleo como de salarios reales) y a la simultánea caída del gasto público en transferencias (protección del desempleo, pensiones compensatorias) y servicios sociales (educación, salud, etc) por efecto de la política de ajuste y austeridad fiscal, lo que ha determinado una considerable disminución de la renta familiar disponible.
Entre tanto, las rentas profesionales y empresariales de los agentes y sectores expertos en la globalización (servicios financieros, comerciales y digitales, especialmente) han crecido espectacularmente, contribuyendo a multiplicar la apertura del abanico estratificador de los ingresos personales. Así, la distancia en términos de poder adquisitivo entre una élite cada vez más rica y unas bases cada vez más pobres está creciendo a gran velocidad, mientras los instrumentos fiscales de redistribución de la renta por imposición directa se reducen al mínimo a causa de la caída de la presión tributaria. La consecuencia es el enriquecimiento de la minoría que gestiona la crisis a costa del desclasamiento de la mayoría de la población. Y aunque un hecho tan brutal choque frontalmente con el ideal democrático de igualdad entre todos los ciudadanos, este fortísimo ascenso de la desigualdad es pasivamente aceptado por la mayoría de la opinión pública, que lo interpreta con resignado fatalismo como efecto inevitable de una crisis excepcional.
Y la más significativa excepción a esta regla de común aceptación conformista de las desigualdades sociales es la opuesta por ciertas minorías activas que oponen fuerte resistencia simbólica en el sur de Europa, como sucede con el 15M o las mareas blanca y verde que salen en defensa de los servicios públicos de salud y educación. Ahora bien, como ha revelado François Dubet en un breve y lúcido libro de obligada lectura (Repensar la justicia social, siglo XXI, Buenos Aires, 2012), subtitulado Contra el mito de la igualdad de oportunidades, en esta defensa del Estado de bienestar amenazado por el austericidio hay un equívoco mal entendido. Y es el de creer que el mejor instrumento para luchar contra las desigualdades es la política de igualdad de oportunidades, sin advertir que una consecuencia imprevista de esta política es precisamente la de multiplicar la efectiva desigualdad resultante.
Para Dubet, la desigualdad social presenta dos dimensiones distintas aunque relacionadas entre sí. Por un lado, la desigualdad de las posiciones sociales que pueden llegar a ocuparse en una estructura o sistema social. Por ejemplo, la desigualdad entre los profesionales titulados y los trabajadores manuales. Y por otro, la desigualdad entre las condiciones de origen desde las que se inicia la competición para alcanzar dichos puestos a ocupar. Por ejemplo, la desigualdad entre las familias autóctonas y las familias inmigrantes. En la carrera personal o colectiva de lucha por la vida, esta última es la desigualdad inicial de salida, mientras que aquella otra es la desigualdad terminal de llegada. Y para reducir la desigualdad social podemos apostar por igualar tanto las condiciones de salida (igualdad de oportunidades) como las metas de llegada (igualdad de posiciones). Lo ideal sería tratar de igualar ambas a la vez, en la línea de origen y en la de llegada. Pero, ante la imposibilidad de satisfacerlas simultáneamente, se prioriza una sobre otra.
La política socialdemócrata trata de reducir la desigualdad entre los puestos de llegada mediante la política fiscal que redistribuye progresivamente la renta. Mientras que la política liberal trata de reducir la desigualdad entre las líneas de salida mediante las políticas de acción afirmativa y discriminación positiva (cuotas, becas, rentas de inserción, etc): es la política de igualdad de oportunidades. Excuso decir que en estos tiempos de ajuste presupuestario y devaluación de rentas, decretados bajo el eufemismo de la consolidación fiscal, la política de igualdad de posiciones ha quedado anulada y está resultando invertida en la práctica, dado el incremento exponencial de la desigualdad en la distribución de la renta. Y, mientras tanto, sólo queda espacio, aunque cada vez más laminado por la feroz austeridad presupuestaria, para la política de igualdad de oportunidades, como única herramienta capaz de suavizar, ya que no de corregir ni rectificar, la rampante desigualdad social.
Pero como revela François Dubet en su texto antes citado, el problema es que la política de igualdad de oportunidades, por progresista que parezca y bienintencionada que sea, genera imprevistos efectos contraproducentes. En lugar de reducir la desigualdad de las posiciones de llegada, lo único que logra es favorecer e impulsar la movilidad social entre unas y otras, que se hacen cada vez más desiguales. Pero así reconvierte el problema de la desigualdad en una competición meritocrática por el acceso restringido a las posiciones más desiguales y selectivas: es decir, en una carrera cada vez más concurrida en pos del ascenso social. Una carrera multitudinaria que al masificarse pronto se satura, pues la igualdad de oportunidades es como el juego de las sillas, que sólo funciona bien cuando hay suficientes puestos de llegada para todos los aspirantes. Es lo que ocurre al inicio de la modernización, como pasa hoy en China o los demás países emergentes, cuando la universalización de la enseñanza favorece el ascenso de los hijos del campesinado y las clases trabajadoras hacia una sociedad de nuevas clases medias.
Pero cuando la modernización entra en su fase de madurez y las clases medias ya no pueden seguir creciendo, como ha ocurrido ya en Occidente, la igualdad de oportunidades se convierte en una trampa, pues como ya no hay puestos privilegiados para todos, cada vez son más los llamados y menos los escogidos. Entonces la igualdad de oportunidades ya solo genera rivalidad y competitividad entre todos los concurrentes, mientras los perdedores se dejan ganar por el resentimiento y el desclasamiento. En consecuencia se desata una guerra de todos contra todos solo movidos por la envidia social y la privación relativa, lo que generaliza el individualismo posesivo, la privacidad egoísta, las identidades sectarias, la desconfianza mutua y la polarización conflictiva. Lo cual produce como resultado agregado el crecimiento geométrico de unas desigualdades sociales que acaban por normalizarse y legitimarse en nombre de la sacrosanta competitividad. Es la pesadilla neoliberal en que ha degenerado el sueño americano. Y para evitar esa contradicción insuperable que pervierte la igualdad de oportunidades sólo cabe apostar por la igualdad de posiciones, tal como recomienda hacer Dubet. Lo que exige restaurar la redistribución progresiva de la renta como única forma de recuperar la cohesión social, la confianza recíproca, la cooperación solidaria, el aprecio por las identidades comunes y la participación colectiva en defensa del interés general.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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