Article publicat al diari El País el 14/10/2012
La agricultura urbana florece como integrador social y ocio sostenible
En la dicotomía campo y ciudad el futuro pasa por reparar el pasado.
La revolución industrial rompió la relación entre los jardines y los
huertos y trasladó los cultivos a la periferia de las metrópolis. Esa
separación no debería haberse producido. La recuperación de la
agricultura en zonas urbanas es cuestión de supervivencia. Están en
juego un urbanismo capaz de responder a las necesidades de la sociedad
actual, —y de modificar el círculo vicioso de la especulación
inmobiliaria—, un ocio saludable, la cohesión social, una nueva gestión
de residuos y una sostenibilidad alimentaria que permita consumir
verduras que no viajen sin haber madurado.
Ruralizar la ciudad, devolver la agricultura a las ciudades, fue el tema que la arquitecta panameña Graciela Arosemena investigó en su tesis doctoral. De ese análisis ve ahora la luz el manual Agricultura urbana (Gustavo Gili), que demuestra cómo parques públicos, descampados, jardines comunitarios y también terrazas, azoteas, ventanas y balcones pueden convertirse en planteles capaces de generar un urbanismo más humano.
Los campos de cultivo, los terrenos que exportan sin retorno su materia orgánica a la ciudad, sufren una progresiva desertización que podría solucionarse si en lugar de emplear nutrientes fósiles de base mineral para abonarlos recuperásemos los desechos orgánicos que hoy ensucian ríos y mares y que, hasta el siglo XIX, se vendían como abono. Arosemena demuestra “cómo con los residuos orgánicos se pueden cultivar alimentos frescos para una población urbana”. Por eso ve los huertos que se cuelan en las urbes como intrusos capaces de reconquistar un espacio y una lógica para los ciudadanos. No es cierto que estos cultivos metropolitanos solo existan en países sumidos en crisis económicas. Su cercanía a los mercados facilita el abastecimiento, reduciendo el impacto ambiental del traslado de la verdura y asumiendo el reto de alimentar a la creciente población. De Helsinki a Barcelona, pasando por Chicago, La Habana, Lima o Zaragoza, cada vez son más las urbes que aprovechan solares y azoteas para enriquecer estructuras sociales y despensas. Hasta ahora, ha sido la iniciativa particular la que ha fomentado una actividad que se está empezando a regular. Ha llegado la hora de que el nuevo urbanismo se ocupe de este movimiento que Arosemena califica de “social global”.
El campo sufrió su propia revolución industrial. “Fue la revolución verde, que mecanizó los cultivos aumentando su rendimiento y reduciendo la mano de obra”, explica Arosemena. Se generó así el mayor éxodo de la historia, en el que la ciudad aparecía como el paraíso para la supervivencia. Hoy, con más de la mitad de la población del mundo malviviendo en ciudades, llevar el campo a la ciudad podría contribuir a romper la dicotomía que separa el alimento de los consumidores. Y, de paso, recordarnos que estamos más cerca del barro que de la piedra.
Ruralizar la ciudad, devolver la agricultura a las ciudades, fue el tema que la arquitecta panameña Graciela Arosemena investigó en su tesis doctoral. De ese análisis ve ahora la luz el manual Agricultura urbana (Gustavo Gili), que demuestra cómo parques públicos, descampados, jardines comunitarios y también terrazas, azoteas, ventanas y balcones pueden convertirse en planteles capaces de generar un urbanismo más humano.
Los campos de cultivo, los terrenos que exportan sin retorno su materia orgánica a la ciudad, sufren una progresiva desertización que podría solucionarse si en lugar de emplear nutrientes fósiles de base mineral para abonarlos recuperásemos los desechos orgánicos que hoy ensucian ríos y mares y que, hasta el siglo XIX, se vendían como abono. Arosemena demuestra “cómo con los residuos orgánicos se pueden cultivar alimentos frescos para una población urbana”. Por eso ve los huertos que se cuelan en las urbes como intrusos capaces de reconquistar un espacio y una lógica para los ciudadanos. No es cierto que estos cultivos metropolitanos solo existan en países sumidos en crisis económicas. Su cercanía a los mercados facilita el abastecimiento, reduciendo el impacto ambiental del traslado de la verdura y asumiendo el reto de alimentar a la creciente población. De Helsinki a Barcelona, pasando por Chicago, La Habana, Lima o Zaragoza, cada vez son más las urbes que aprovechan solares y azoteas para enriquecer estructuras sociales y despensas. Hasta ahora, ha sido la iniciativa particular la que ha fomentado una actividad que se está empezando a regular. Ha llegado la hora de que el nuevo urbanismo se ocupe de este movimiento que Arosemena califica de “social global”.
El campo sufrió su propia revolución industrial. “Fue la revolución verde, que mecanizó los cultivos aumentando su rendimiento y reduciendo la mano de obra”, explica Arosemena. Se generó así el mayor éxodo de la historia, en el que la ciudad aparecía como el paraíso para la supervivencia. Hoy, con más de la mitad de la población del mundo malviviendo en ciudades, llevar el campo a la ciudad podría contribuir a romper la dicotomía que separa el alimento de los consumidores. Y, de paso, recordarnos que estamos más cerca del barro que de la piedra.
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