Por
En todo lo referente a la energía y la economía en
la era del cambio climático, nada es lo que parece. La mayoría de
nosotros creemos (o queremos creer) que la segunda era del carbono, la
Era del Petróleo, será pronto reemplazada por la Era de las Renovables,
al igual que el petróleo lleva sustituyendo desde hace mucho tiempo la
Era del Carbono. El presidente (estadounidense, Barack) Obama ofreció
exactamente esta visión en un muy alabado discurso sobre el cambio
climático el pasado mes de junio. Es verdad, necesitaremos de los
combustibles fósiles un poco más, señalaba, pero muy pronto serán
superados por energías renovables.
Muchos otros expertos comparten este punto de vista, que nos asegura
que la creciente dependencia del gas natural “limpio” combinado con
ampliadas inversiones en energía solar y eólica permitirá una transición
suave hacia un futuro de energía verde en el que la humanidad ya no
arrojará dióxido de carbón y otros gases invernadero a la atmósfera.
Todo esto suena en efecto prometedor. Solo hay un pequeño inconveniente:
que no es, de hecho, el camino por el que avanzamos. La industria de la
energía no está invirtiendo de forma significativa en energías
renovables. En cambio, está dedicando sus beneficios históricos a nuevos
proyectos de combustibles fósiles que implican ante todo la explotación
de las denominadas reservas “no convencionales” de gas y petróleo.
El resultado es indiscutible: la humanidad no está entrando en un
período que estará dominado por las energías renovables, sino que está
iniciando la tercera gran era del carbono: la Era del Petróleo y Gas No
Convencionales.
Que nos estamos embarcando en una nueva era del carbono es cada vez
más evidente y debería perturbarnos a todos. En cada vez más regiones de
Estados Unidos (EE.UU.), y en un creciente número de otros países, se
está utilizando la fracturación hidráulica –el uso de columnas de agua a
alta presión para desmenuzar las formaciones subterráneas de esquisto y
liberar las reservas de petróleo y gas natural atrapadas en su
interior-. Mientras tanto, en Canadá, Venezuela y otros lugares se está
acelerando la explotación de petróleos pesados a partir de carbón sucio y
de las formaciones de arenas bituminosas.
Es cierto que cada vez se construyen más variedades de parques
eólicos y solares, pero aunque parezca mentira se espera que en las
próximas décadas la inversión en extracción y distribución de
combustibles fósiles no convencionales supere, y mucho, al gasto en
renovables, al menos en una ratio de tres a uno.
Según la Agencia Internacional de la Energía (IEA, por sus siglas en
inglés), una organización intergubernamental dedicada a la
investigación, que tiene su sede en París, la inversión acumulada en el
mundo en extracción y procesamiento de nuevos combustibles fósiles
alcanzará un total de alrededor de 22 mil 870 billones de dólares entre
2012 y 2035, mientras que la inversión en renovables, energía hidráulica
y energía nuclear supondrá una cifra de unos 7 mil 320 billones de
dólares. Para esos años, se espera que solo las inversiones en petróleo,
estimadas en 10 mil 320 billones de dólares, superen el gasto dedicado a
la energía eólica, solar, geotérmica, biocombustibles, hidráulica,
nuclear y cualquier otra forma de energía renovable combinadas.
Además, como explica la IEA, una parte cada vez mayor de esa
asombrosa inversión en combustibles fósiles se dedicará a formas no
convencionales de petróleo y gas: arenas bituminosas canadienses, crudo
extrapesado venezolano, petróleo y gas de esquistos bituminosos,
depósitos energéticos situados en el Ártico y en las profundidades
oceánicas, y otros hidrocarburos derivados de reservas energéticas
anteriormente inaccesibles. La explicación de lo anterior es bastante
simple. Los suministros mundiales de petróleo y gas convencional
–combustibles derivados de reservas de fácil acceso que requieren de un
procesamiento mínimo- están desapareciendo rápidamente. Como se espera
que la demanda mundial de combustibles fósiles aumente en un 26 por
ciento de aquí a 2035, los combustibles no convencionales tendrán que
proporcionar una gran parte de la energía mundial.
En un mundo así, una cosa es segura: las emisiones globales de
carbono se dispararán más allá de nuestras más desfavorables
previsiones, lo que significa que las intensas oleadas de calor serán
habituales y que las escasas zonas vírgenes que nos quedan quedarán
aniquiladas. El planeta Tierra será un lugar mucho más duro y abrasador
–posiblemente a niveles inimaginables-. Desde esta perspectiva, merece
la pena explorar con más profundidad cómo es que hemos acabado en este
atolladero, en otra era del carbono.
La primera era del carbono
La primera era del carbono empezó a
finales del siglo XVIII, con la introducción de la máquina de vapor
alimentada con carbón y su aplicación generalizada a toda clase de
empresas industriales. El carbón, inicialmente utilizado para las
fábricas textiles y las plantas industriales, se empleó también para el
transporte (barcos y ferrocarriles de vapor), la minería y la producción
de hierro a gran escala. En efecto, lo que llamamos ahora Revolución
Industrial se vio en gran medida posibilitada por la creciente
aplicación del carbón y la máquina de vapor a las actividades
productivas. Finalmente, el carbón se utilizaría para generar también
electricidad, un campo en el que sigue siendo dominante en la
actualidad.
Esa fue la época en la que enormes ejércitos de infortunados
trabajadores construyeron los ferrocarriles continentales y enormes
fábricas textiles mientras proliferaban y crecían las grandes ciudades
industriales. Fue la era, sobre todo, de la expansión del Imperio
Británico. Durante un tiempo, Gran Bretaña fue el mayor productor y
consumidor de carbón, el principal fabricante del mundo, su primer
innovador industrial y la potencia dominante, y todos esos atributos
estaban inextricablemente conectados. A través del dominio de la
tecnología del carbón, una pequeña isla frente a las costas de Europa
pudo acumular inmensas riquezas, desarrollar el armamento más avanzado
del mundo y controlar las rutas marítimas del planeta.
La misma tecnología del carbón que dio a los británicos esas ventajas
globales también provocó a su paso una miseria inmensa. Como señalaba
el analista de la energía Paul Roberts en su obra The End of Oil , el
carbón que se consumía entonces en Inglaterra era de la variedad lignito
pardo “plagado de azufre y otras impurezas”. Cuando se quemaba,
“producía un humo acre y asfixiante que hacía que escocieran los ojos y
los pulmones y ennegrecía paredes y ropas”. A finales del siglo XIX, el
aire de Londres y de otras ciudades alimentadas con carbón estaba tan
contaminado que “los árboles se morían, las fachadas de mármol se
deshacían y las enfermedades respiratorias se hacían epidémicas”.
Para Gran Bretaña y otras primeras potencias industriales, la
sustitución del carbón por el petróleo y el gas fue una bendición que
permitió mejorar la calidad del aire, restaurar las ciudades y reducir
las enfermedades respiratorias. Desde luego, la Era del Carbón no ha
terminado en muchas partes del mundo. En China y en la India, entre
otros lugares, el carbón sigue siendo la principal fuente de energía,
condenando a sus ciudades y poblaciones a una versión siglo XXI del
Londres y Manchester del siglo XIX.
La segunda era del carbono
La Era del Petróleo empezó en 1859 con
la producción comercial iniciada en el oeste de Pensilvania, pero solo
despegó tras la II Guerra Mundial con el explosivo crecimiento de la
propiedad del automóvil. Antes de 1940, el petróleo jugaba un papel
importante en la iluminación y lubricación, entre otras aplicaciones,
pero seguía estando subordinado al carbón; después de la guerra, el
petróleo se convirtió en la principal fuente de energía del mundo. De 10
millones de barriles al día en 1950, el consumo global se disparó a 77
millones en 2000, una bacanal de medio siglo quemando combustibles
fósiles.
Un elemento fundamental en el predominio mundial del petróleo era su
estrecha asociación con el motor de combustión interna (MCI). Debido a
la superior portabilidad del petróleo y a su intensidad energética (es
decir, la cantidad de energía que libera por unidad de volumen), lo
convierte en el combustible ideal para MCI versátiles. Al igual que el
carbón alcanzó su importancia al alimentar los motores de vapor, lo
mismo sucedió con el petróleo al alimentar las crecientes flotas de
coches, camiones, aviones, trenes y buques del mundo. Actualmente, el
petróleo proporciona el 97 por ciento de toda la energía utilizada en el
transporte mundial.
La prominencia del petróleo se aseguró también por su creciente
utilización en la agricultura y en la guerra. En un período
relativamente corto de tiempo, los tractores alimentados con petróleo y
otras maquinarias agrícolas sustituyeron a los animales como fuente
energética fundamental en las granjas de todo el mundo. Una transición
parecida se produjo en el moderno campo de batalla , con tanques y
aviones accionados con petróleo sustituyendo a la caballería como
principal fuente de potencia ofensiva.
Esos fueron los años de la propiedad masiva de automóviles,
autopistas continentales, suburbios interminables, centros comerciales
gigantes, vuelos baratos, agricultura mecanizada, fibras artificiales y
–por encima de todo- de la expansión global del poder estadounidense.
Como EE.UU. poseía reservas inmensas de petróleo, fue el primero en
dominar la tecnología de la extracción y refinamiento del petróleo y el
que más éxito tuvo a la hora de utilizar el petróleo en el transporte,
la industria manufacturera, la agricultura y la guerra, destacando como
el país más rico y más poderoso del siglo XXI, una saga contada con gran
deleite por el historiador energético Daniel Yergin en The Prize .
Gracias a la tecnología del petróleo, EE.UU. pudo acumular niveles
asombrosos de riquezas, desplegar ejércitos y bases militares por todos
los continentes y controlar las rutas marítimas y aéreas del mundo,
extendiendo su poder a cada rincón del planeta.
Sin embargo, al igual que Gran Bretaña experimentó las consecuencias
negativas de su excesiva dependencia del carbón, igualmente EE.UU. –y el
resto del mundo- ha sufrido ya de diversas formas su dependencia del
petróleo. Para garantizar la seguridad de sus fuentes de suministro en
el exterior, Washington ha establecido tortuosas relaciones con
proveedores extranjeros de petróleo y ha combatido varias costosas y
debilitantes guerras en la región del Golfo Pérsico, una sórdida
historia que expongo en Blood and Oil. La exagerada dependencia de los
vehículos de motor para el transporte personal y comercial ha dejado el
país mal equipado para lidiar con las periódicas interrupciones de
suministros y los repuntes en los precios. Pero, sobre todo, el inmenso
incremento del consumo de petróleo –aquí y en todas partes- ha producido
el correspondiente aumento de las emisiones de dióxido de carbono,
acelerando el calentamiento planetario (un proceso que empezó durante la
primera era del carbón) y exponiendo al país a los cada vez más
devastadores efectos del cambio climático.
La Edad del Petróleo y Gas No Convencionales
El crecimiento
explosivo de la automoción y los viajes en avión, la suburbanización de
partes importantes del planeta, la mecanización de la agricultura y la
guerra, la supremacía global de EE.UU. y el comienzo del cambio
climático: estos han sido los distintivos de la explotación del petróleo
convencional. En el momento presente, la mayor parte del petróleo del
mundo se produce aún en unos pocos cientos de gigantescos campos
petrolíferos en Irán, Iraq, Kuwait, Rusia, Arabia Saudí, los Emiratos
Árabes Unidos, EE.UU. y Venezuela, entre otros países; algún petróleo
más se obtiene aún en campos alejados de la costa en el Mar del Norte,
el Golfo de Guinea y el Golfo de México. Este petróleo sale del suelo en
forma líquida y necesita relativamente de escaso procesamiento antes de
refinarlo para convertirlo en combustibles comerciales.
Pero ese petróleo convencional está desapareciendo. Según la IEA, los
principales campos que actualmente proporcionan la parte del león del
petróleo mundial perderán las dos terceras partes de su producción en
los próximos veinticinco años, con un resultado neto que se hunde desde
68 millones de barriles al día en 2009 a solo 26 millones de barriles en
2035. La IEA nos asegura que el nuevo petróleo que se encuentre
sustituirá esa pérdida de suministros, pero que la mayor parte provendrá
de fuentes no convencionales. En las próximas décadas, los petróleos no
convencionales representarán una porción creciente de las existencias
de petróleo mundial, convirtiéndose finalmente en nuestra principal
fuente de suministros.
Lo mismo sucede con el gas natural, la segunda fuente más importante
de energía del mundo. La oferta global de gas convencional, al igual que
la de petróleo convencional, está reduciéndose y cada vez dependemos
más de fuentes no convencionales de energía, especialmente de la
proveniente del Ártico, los profundos océanos y las rocas de esquisto,
obtenidos mediante la fracturación hidráulica.
En cierto modo, los hidrocarburos no convencionales son similares a
los combustibles convencionales. Ambos están en gran medida compuestos
de hidrógeno y carbono, y al quemarse producen gran calor y energía.
Pero, a la larga, las diferencias entre ellos supondrán para nosotros
diferencias cada vez mayores. Los combustibles no convencionales
–especialmente los petróleos pesados y las arenas bituminosas - tienden a
tener una proporción más alta de carbono e hidrógeno que el petróleo
convencional, y por eso liberan más dióxido de carbono cuando se queman.
El petróleo del Ártico y de las profundidades del mar necesita mayor
energía para su extracción y, en consecuencia, provoca emisiones de
carbono más altas en su propia producción.
“Muchas de las nuevas variedades de combustibles derivados del
petróleo no se parecen en absoluto al petróleo convencional”, escribió
en 2012 Deborah Gordon , especialista en el tema en el Carnegie
Endowment for International Peace. “Los petróleos no convencionales
tienen a ser pesados, complejos, cargados de carbono y están encerrados
en lo más profundo de la tierra, estrechamente atrapados o unidos a la
arena, el alquitrán y las rocas”.
Con mucho, la consecuencia más preocupante de la naturaleza
distintiva de los combustibles no convencionales es su extremado impacto
en el medio ambiente. Como a menudo se caracterizan por ratios más
altas de carbono y de hidrógeno, y por lo general necesitan mucha más
energía para poder extraerlos y convertirlos en materiales utilizables,
producen más emisiones de dióxido de carbono por unidad de energía
liberada. Además, muchos científicos creen que el proceso que produce
gas de esquisto, saludado como combustible fósil “limpio”, causa amplias
liberaciones de metano, un gas invernadero especialmente potente.
Todo esto significa que mientras siga creciendo el consumo de
combustibles fósiles, se estarán arrojando a la atmósfera grandes
cantidades de C02 y metano que, en vez de reducir, acelerarán el
calentamiento global.
Y hay otro problema asociado con la tercera era del carbono: la
producción de petróleo y gas no convencional requiere de inmensas
cantidades de agua para las operaciones de fracturación, a fin de
extraer las arenas bituminosas y los petróleos muy pesados y para
facilitar el transporte y refinamiento de esos combustibles. Esto
provoca una creciente amenaza de contaminación del agua , especialmente
en las zonas de producción con intensas fracturaciones y arenas
bituminosas, además de una alta competitividad y lucha por el acceso a
los suministros de agua entre perforadores, campesinos, autoridades
municipales y otros. Cuando el cambio climático se intensifique, la
sequía será la norma en muchas áreas y, por ello, la competición cada
vez más feroz.
Junto con estos y otros impactos medioambientales, la
transición de los combustibles convencionales a los no convencionales
tendrá consecuencias económicas y geopolíticas difíciles de valorar en
este momento. Para empezar, la explotación de las reservas de petróleo y
gas no convencionales en regiones anteriormente inaccesibles implica la
introducción de tecnologías productivas de última generación,
incluyendo las perforaciones en el Ártico y en mares profundos, la
fracturación hidráulica (hydro-fracking) y el tratamiento de arenas
bituminosas. Una de las consecuencias es que alterará la industria
global energética al hacer aparecer compañías innovadoras que posean las
tecnologías y determinación para explotar los nuevos recursos no
convencionales; al igual que sucedió durante los primeros años de la era
del petróleo cuando surgieron nuevas compañías para explotar las
reservas petrolíferas del mundo.
Esto ha quedado muy evidenciado en el desarrollo del gas y esquisto
bituminoso. En muchos casos, firmas más pequeñas y arriesgadas, como
Cabot Oil and Gas, Devon Energy Corporation, Mitchell Energy y
Development Corporation, concibieron y desarrollaron rompedoras
tecnologías. Estas y otras compañías similares fueron pioneras en el uso
de la fracturación hidráulica para extraer petróleo y gas de
formaciones de esquisto en Arkansas, Dakota del Norte, Pensilvania y
Texas, desatando después una estampida de las compañías energéticas más
grandes para hacerse también con su propio trozo del pastel en esas
zonas. Para aumentar su participación, las firmas gigantes están
devorando a las de tamaño pequeño y mediano. Entre las absorciones más
destacadas tenemos la compra por ExxonMovil en 2009 de XTO por 41 mil
millones de dólares.
Esa transacciones ponen de manifiesto un rasgo especialmente
preocupante de esta nueva era: el despliegue de fondos masivos por parte
de las grandes de la energía y sus patrocinadores financieros para
adquirir participaciones en la producción de formas no convencionales de
petróleo y gas, con sumas que exceden enormemente las de inversiones
comparables, tanto en el campo de los hidrocarburos como en el de las
energías renovables. Para estas compañías está claro que la energía no
convencional es el próximo boom y, al igual que las firmas más rentables
de la historia, están dispuestas a gastar sumas astronómicas para
asegurar que continúan siendo rentables. Si esto significa empezar a
pensar que invertir en energías renovables es un timo, amén. “Sin un
esfuerzo que diseñe políticas concertadas” que favorezcan el desarrollo
de las renovables, advierte Gordon en el Carnegie, las inversiones
futuras en el campo energético “probablemente seguirán fluyendo de forma
desproporcionada hacia el petróleo no convencional”.
Es decir, habrá una preferencia institucional cada vez más
pronunciada entre las empresas energéticas, los bancos, las agencias
crediticias y los gobiernos por la producción de combustibles fósiles de
próxima generación, lo que aumentará la dificultad para establecer
frenos nacionales e internacionales a las emisiones de carbono. Esto se
hace evidente, por ejemplo, en el constante apoyo de la administración
Obama a las perforaciones en mares profundos y al desarrollo del gas
pizarra, a pesar de su pretendido compromiso con la reducción de las
emisiones de carbono. Es igualmente evidente en el creciente interés
internacional por el desarrollo de las reservas de petróleos pesados y
esquistos bituminosos mientras van recortándose las inversiones en
energías renovables.
Al igual que en los campos económico y medioambiental, la transición
del petróleo y gas convencional al no convencional tendrá un impacto
considerable, en gran medida todavía sin definir, en los asuntos
políticos y militares.
Las compañías estadounidenses y canadienses están jugando un papel
decisivo en el desarrollo de muchas de las nuevas tecnologías a aplicar a
los combustibles no convencionales; además, algunas de las reservas de
gas y petróleo no convencionales del mundo están situadas en América del
Norte.
Todo esto sirve para reforzar el poder global de EE.UU. a
expensas de otros productores energéticos mundiales como Rusia y
Venezuela, que se enfrentan a la creciente competición de las compañías
norteamericanas y de estados importadores de energía como China y la
India, que carecen de recursos y tecnología para producir combustibles
no convencionales.
Al mismo tiempo, Washington parece inclinarse más por contrarrestar
el ascenso de China a través del dominio sobre las rutas marítimas
globales y de reforzar sus lazos militares con aliados regionales como
Australia, India, Japón, Filipinas y Corea del Sur. Muchos factores son
los que están contribuyendo a este cambio estratégico, pero, por sus
declaraciones, está bastante claro que los altos funcionarios
estadounidenses lo consideran en gran medida una consecuencia de la
creciente autosuficiencia de EE.UU. en la producción energética y su
precoz dominio de las tecnologías de última generación.
“La nueva postura energética de EE.UU. nos permite enfrentar [el
mundo] desde una posición de mayor fortaleza”, afirmó el asesor de
seguridad nacional Tom Donilon en un discurso pronunciado en abril en la
Universidad de Columbia. “Aumentar los suministros de energía
estadounidense sirve de amortiguador para reducir nuestra vulnerabilidad
ante las interrupciones del suministro global y nos permite presentar
un pulso más firme en la búsqueda e implementación de nuestros objetivos
internacionales de seguridad”.
Mientras tanto, los dirigentes de EE.UU. pueden permitirse alardear
de su “pulso más firme” en los asuntos mundiales porque ningún otro país
posee las capacidades para explotar recursos no convencionales a tan
gran escala. Sin embargo, al tratar de obtener beneficios geopolíticos
de la creciente dependencia mundial de esos combustibles, Washington
está invitando inevitablemente a que los demás contraataquen de diversas
formas. Las potencias rivales, temerosas y resentidas por su
asertividad geopolítica, incrementarán sus capacidades para resistir
frente al poder estadounidense; una tendencia ya evidente en la
acelerada construcción naval y de misiles de China.
Al mismo tiempo, otros Estados tratarán de desarrollar su propia
capacidad para explotar recursos no convencionales mediante lo que
podría considerarse una versión de la carrera armamentística en el
terreno de los combustibles fósiles. Esto necesitará de considerables
esfuerzos, pero esos recursos están ampliamente distribuidos por el
planeta y, con el tiempo, aparecerán seguro otros productores
importantes de combustibles no convencionales que desafiarán la ventaja
de EE.UU. en este campo (incluso aumentando la resistencia y
destructividad global de la tercera era del carbono). Tarde o temprano,
gran parte de las relaciones internacionales girarán alrededor de estas
cuestiones.
Sobreviviendo a la tercera era del carbono
A menos que se
produzcan cambios inesperados en las políticas y conductas globales, el
mundo va a depender cada vez más de la explotación de energías no
convencionales. Esto, a su vez, implica el incremento en la acumulación
de gases invernadero y muy pocas posibilidades de evitar el comienzo de
catastróficos efectos climáticos. Sí, también seremos testigos del
progreso en el desarrollo e instalación de formas renovables de energía,
pero estás jugarán un papel subordinado frente al desarrollo del
petróleo y gas no convencionales.
La vida no va a ser muy satisfactoria en la tercera era del carbono.
Quienes confían en los combustibles fósiles para el transporte, la
calefacción y usos similares quizá puedan consolarse con el hecho de que
el petróleo y el gas natural no se van a agotar pronto, como muchos
analistas de la energía predijeron en los primeros años de este siglo.
Los bancos, las corporaciones de la energía y otros intereses económicos
amasarán sin duda asombrosos beneficios de la explosiva expansión de
las empresas dedicadas al petróleo no convencional y de los aumentos
globales en el consumo de esos combustibles. Pero la mayoría de nosotros
no vamos a sentir recompensa alguna. Bien al contrario. Tendremos que
experimentar el malestar y sufrimiento que acompañan al calentamiento
del planeta, la escasez de los disputados suministros del agua en muchas
regiones y el destripamiento del paisaje natural.
¿Qué puede hacerse para acortar la tercera era del carbono y evitar
lo peor de sus consecuencias? Exigir mayores inversiones en energía
renovable es esencial pero insuficiente en un momento en que las
potencias mundiales actuales están haciendo hincapié en el desarrollo de
los combustibles no convencionales. Hacer campaña para frenar las
emisiones de carbono es necesario, pero será indudablemente
problemático, dada la inclinación cada vez más profunda de las
instituciones hacia la energía no convencional.
Además de esos esfuerzos, es necesario impulsar la divulgación de las
peculiaridades y peligros de la energía no convencional y demonizar a
quienes deciden invertir en esos combustibles en vez de en energías
alternativas. En ese sentido, ya están en marcha diversos esfuerzos,
incluidas las campañas iniciadas por los estudiantes para persuadir u
obligar a los administradores universitarios a que desinviertan
cualquier aportación a las empresas de combustibles fósiles. Sin
embargo, esos esfuerzos son muy poca cosa aún para identificar y
resistir frente a los responsables de nuestra creciente dependencia de
los combustibles no convencionales.
A pesar de toda la charla del Presidente Obama sobre la revolución de
la tecnología verde, seguimos profundamente atrincherados en un mundo
dominado por los combustibles fósiles, y la única revolución verdadera
que hay ahora en marcha implica el cambio de un tipo de esos
combustibles fósiles a otro. Sin duda que es la fórmula ideal para la
catástrofe global. Para poder sobrevivir a esta era, la humanidad debe
ser muy consciente de las implicaciones de este nuevo tipo de energía y
después dar los pasos necesarios para comprimir la tercera era del
carbono y acelerar la Era de las Renovables antes de que nos extingamos a
nosotros mismos de este planeta.
Michael T. Klare es profesor de estudios por la paz y la seguridad
mundial en el Hampshire College y colaborador habitual de
TomDispatch.com. Es autor de “ The Race for What's Left: The Global
Scramble for the World's Last Resources” (Metropolitan Books) y en
edición de bolsillo (Picador).
Fuente original: http://www.tomdispatch.com/post/175734/tomgram%3A_michael_klare%2C_how_to_fry_a_planet/#more
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
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