30/11/2016 |
Marga Mediavilla
Dicen que toda crisis trae consigo una
oportunidad, pero las oportunidades no llegan por sí mismas a ejercer
sus posibles efectos beneficiosos de manera automática. Para que una
crisis se convierta en oportunidad hemos de ser capaces de realizar una
difícil alquimia que consiste en convertir el dolor en lucidez; esa
lucidez que –anudada con el coraje- permite cambiar comportamientos,
actitudes y valores erróneos.
No da la impresión de que en España estemos sabiendo convertir la
crisis en oportunidad. A siete años del estallido de la burbuja
inmobiliaria vuelven a verse grúas y andamios en nuestras calles.
Seguimos teniendo millones de casas vacías y un país envejecido que no
necesita nuevas viviendas, pero la industria de la construcción no ha
cambiado sus aspiraciones ni su forma de hacer negocios. El capital
español sigue aferrado a sus esquemas empresariales rígidos, sin
adaptarse a la nueva realidad; más bien intentando que sean la sociedad y
la política las que se sigan adaptando a su destructivo negocio.
Tampoco hemos aprovechado la oportunidad que los altos precios del
crudo nos brindaron entre 2006 y 2014. El año pasado nuestro consumo de
petróleo volvió a aumentar después de 9 años de descenso (en los que
cayó un 25 % respecto al máximo de 2008). Los altos precios del petróleo
no nos han servido para darnos cuenta de lo dependientes que somos de
un combustible cuyo suministro no tenemos, ni mucho menos, asegurado. En
cuanto el precio de la gasolina ha bajado hemos vuelto a usar nuestro
vehículo privado con los mismos patrones de antes. No hemos cambiado
nuestros hábitos de transporte ni hemos intentado ambiciosos planes de
movilidad en las ciudades; no nos hemos planteado instalar paneles
solares ni mejorar el aislamiento de nuestras viviendas.
Las empresas de la construcción no han intentado, siquiera, algo tan
obvio como reorientar su negocio hacia la rehabilitación de edificios
para la mejora de la eficiencia energética, cosa que podría haber
ayudado a mitigar dos de nuestros mayores problemas: la dependencia
energética y la crisis del sector de la construcción.
Si no hemos sabido aprovechar, siquiera, esas sencillas oportunidades
empresariales, no es extraño que apenas hayamos realizado un ejercicio
de reflexión colectiva acerca de todo lo que nos ha llevado a la crisis,
ni nos estemos preguntando qué es lo que ha cambiado en el mundo desde
el año 2008.
La crisis de la deuda volverá, porque es evidente que se ha cerrado
en falso. También el precio del petróleo subirá en unos pocos años, dado
que las compañías petroleras están teniendo unas tasas de inversión en
nuevos pozos muy escasas que, como advierte la Agencia Internacional de
la Energía, son insuficientes para cubrir el declive de los yacimientos
convencionales. La industria de los petróleos no convencionales
(fracking) está en números rojos y, en los próximos años, tampoco vamos a
poder contar con el balón de oxígeno que estos contaminantes recursos
han aportado.
Cuando esto ocurra, España se volverá a encontrar con una economía
hipotecada, tanto por la deuda como por los altos precios del petróleo.
Volveremos a encontrar que la importación de crudo se lleva un 4 % o un
5 % del PIB, como hizo en años pasados, y no tendremos el transporte
público, las viviendas eficientes ni los hábitos de consumo que nos
permitirían, al menos, reducir la sangría económica que supone la
importación de energía.
La reciente crisis energética no ha dado lugar a una reacción como la
que se vivió en el shock petrolero de los años setenta. Los altos
precios de la gasolina no han llenado nuestras ciudades de bicicletas,
como se llenaron las holandesas y danesas en su día; no han servido para
extender la alarma acerca de los límites del planeta, como hicieron los
informes del Club de Roma; ni para disparar un movimiento
anticonsumista como el hippie, que surgió en aquellos años en los que
también se inventaron la permacultura, la bioconstrucción y las energías
renovables. Ahora el hippismo de los setenta está desprestigiado y es
ridiculizado; es, más bien, el fascismo de los años treinta lo que se
vuelve a poner de moda.
No vivimos en los audaces setenta y nuestra generación no tiene el
valor de preguntarse cuántas reservas de petróleo realmente quedan.
Hemos convertido en tabú las cuestiones “escasez de energía” y “límites
al crecimiento” aduciendo que son debates muy antiguos y pasados de moda
y, efectivamente, son problemas muy antiguos y debates que se cerraron
en falso: por ello vuelven de nuevo una y otra vez.
Nuestra reacción a la crisis ha consistido en esconder la cabeza
debajo del ala y echar toda la culpa al político corrupto o al
emigrante. En estos años hemos tomado conciencia sobre el bipartidismo,
la “casta” empresarial o el neoliberalismo, pero se ha avanzado muy poco
en la conciencia sobre la crisis energética y ecológica. Muy pocos
queremos ver que Europa se está quedando sin energía desde el año 2000,
cuando los yacimientos del Mar del Norte empezaron a declinar; que
vivimos en un planeta amenazado por el cambio climático y por una
salvaje destrucción de la biodiversidad; que los combustibles fósiles
van a abandonarnos a lo largo de este siglo, y que todo ello, tarde o
temprano, va a tener enormes consecuencias económicas.
Las causas ambientales y energéticas de la crisis siguen, todavía,
sin ser analizadas y no deberíamos subestimarlas de esta manera. El
paulatino descenso de la calidad de la energía, que ya estamos viviendo,
no es la causa de todo eso que llamamos “crisis” pero agrava todos los
problemas. La energía escasa acentúa los peores defectos del
capitalismo, hace imposibles las tasas de ganancia y el crecimiento de
antaño y vuelve más sangrantes las desigualdades sociales. Nuestra
economía de consumo basa sus cimientos en una radical insostenibilidad
ambiental y energética. Las y los españoles, a estas alturas, ya
deberíamos saber bien a qué conduce ese tipo de radical y profunda
insostenibilidad: a un enorme pinchazo de la burbuja.
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