Article publicat a La Marea
abril 2016 nº 37 |
Serge Latouche
Luna Gámez | París
Decrecer para avanzar. Esta idea, que muchos estiman utópica, es la base de la teoría del decrecimiento. Su principal impulsor, Serge Latouche (Vannes, Francia, 1940), plantea que esta posibilidad no debe ser considerada como un retroceso sino como un avance hacia otra dirección en la que la actividad humana no tenga tanto impacto sobre la naturaleza. Un lugar donde el crecimiento desenfrenado, el productivismo y la obsolescencia programada se vean sustituidos por un aumento de la reutilización, de la reparación y de la relocalización de la producción a escala más local. Poco dado a ofrecer entrevistas, Latouche recibe a La Marea en pleno corazón del barrio latino de París. Mientras saborea una copa de vino tinto, el célebre pensador y experto en Filosofía Económica relata cómo su experiencia de vida con comunidades ajenas al desarrollismo, primero en Laos y luego en África, fue el detonante que despertó su espíritu crítico hacia el desarrollo económico, algo que considera una forma de occidentalización y colonización del mundo. Algunas historias las explica en La sociedad de la abundancia frugal (Icaria Editorial), uno de sus últimos libros traducidos al español.
El desarrollo de su teoría crítica contra el crecimiento capitalista se
remonta a finales de los años 60. Sin embargo, no utilizó el término
decrecimiento hasta el año 2002. ¿Cómo lo definiría?
El concepto de
decrecimiento surgió por necesidad y yo no lo definiría. Es un eslogan que ha
tenido una función mediática de contradecir a otro eslogan. Es realmente una
operación simbólica imaginaria para cuestionar el concepto mistificador del
desarrollo sostenible.
Entonces, ¿qué es el desarrollo sostenible?
El desarrollo sostenible es eso, un eslogan. Es el equivalente del TINA
de Margaret Thatcher, There Is No Alternatives, que viene a decir que no hay
alternativas al liberalismo económico. El desarrollo sostenible fue inventado
por criminales de cuello blanco, entre ellos Stephan Schmidheiny, millonario
suizo acusado del homicidio de miles de obreros en una de sus fábricas de amianto y fundador del Consejo
Mundial para el Desarrollo Sostenible, el mayor lobby industrial de empresas
contaminantes, junto con su amigo Maurice Frederick Strong, un gran empresario
del sector minero y petrolero que, paradójicamente, fue el Secretario General
de la Cumbre de la Tierra celebrada en 1992, donde se presentó oficialmente el
término desarrollo sostenible. Ellos decidieron
vender este concepto igual que vendemos un jabón, con una campaña publicitaria
extraordinaria, excelentemente sincronizada y con un éxito fabuloso. Pero no es
más que otra vertiente del crecimiento económico.
En algunos momentos ha afirmado que la economía es la raíz de todos
los males y que es necesario salir de ella y abandonar la religión del
crecimiento, pero, ¿cómo se abandona una fe cuando se cree en ella?
No existe una receta. No nacemos decrecentistas, igual que no nacemos
productivistas. Sin embargo, nos convertimos rápidamente porque vivimos en un
ambiente en el que la propaganda productivista es tremenda. Desintoxicarse
después depende de las experiencias personales. Un crecimiento infinito en un
planeta finito no es sostenible, es evidente incluso para un niño, pero
"no creemos lo que ya sabemos", como dice Jean-Pierre Dupuy, un amigo
filósofo. El mejor ejemplo es la COP21, donde se hicieron maravillosos
discursos pero que no darán casi ningún fruto. Por eso yo creo en lo que llamo
la pedagogía de las catástrofes. Pienso que es lo único que presiona a salir a cada
uno de su caparazón, y pensar.
¿En qué consiste la pedagogía de las catástrofes?
La gente que se ve afectada por alguna catástrofe comienza a tener
dudas sobre la propaganda que difunden las televisiones o los partidos
políticos, sean de izquierda o de derechas, y ante las dudas pueden ir en busca
de alternativas y aproximarse al decrecimiento. Es necesario que haya una
articulación entre lo teórico y lo práctico, entre lo vivido y lo pensado.
Aunque tengas
la experiencia, si no creas una reflexión puedes caer en la
desesperación, en el nihilismo o en el fascismo. Por tanto, son necesarios esos
dos ingredientes, pero no hay receta para combinarlos.
¿En qué deberíamos crecer y en qué decrecer?
Hacer crecer la felicidad, mejorar la calidad del aire y de los
alimentos, que la gente pueda alojarse en condiciones aceptables… Vivimos en
una sociedad del desperdicio que genera numerosos desechos, pero donde muchas
de estas necesidades básicas no están satisfechas. Salir de la ideología del
crecimiento supone una reducción del 75 % del consumo europeo de recursos
naturales para alcanzar una huella ecológica sostenible. Pero no somos nosotros
los ciudadanos los que debemos reducir nuestro consumo final, sino el sistema.
Por ejemplo, el 40% de la carne que se vende en los supermercados va a la
basura sin ser consumida, lo que implica un desperdicio enorme y una alta
huella ecológica. Hasta el año 1970, en un país como España, cuando las vacas
se alimentaban de hierba, el consumo de carne todavía era sostenible. Ahora
comen soja que se produce en Brasil, quemando la selva amazónica, que después
es transportada 10.000 kilómetros, se mezcla con harina animal y se elaboran
los piensos. La huella ecológica de un kilo de ternera hoy supone 6 litros de
petróleo, y pasa igual con la ropa y con el resto de bienes (…). Vivimos en la
sociedad del desperdicio y de la obsolescencia programada, cuando en lugar de
tirar deberíamos reparar y de esta forma podríamos decrecer sin reducir la
satisfacción. Países como China o India viven un periodo de desaceleración y en
algunos casos hasta de recesión, como en Brasil.
¿Podríamos tener la esperanza de que surgiesen alternativas de
decrecimiento en estos lugares?
En teoría sí, la crisis podría ser una oportunidad para buscar nuevas
alternativas porque supone un decrecimiento forzado, pero la paradoja es que la alienación social
es tal que la única obsesión de los gobiernos es volver al crecimiento, cuando
en realidad la herramienta clave debería ser la sabiduría. La preocupación actual
tanto de Brasil como de China es cómo retomar el crecimiento. Se han convertido
en países tóxico-dependientes, drogados por el crecimiento.
¿Considera que las iniciativas del decrecimiento vendrán de países en
crisis o de países menos absorbidos por el desarrollo?
Puede venir de ambos, pero ya que somos los occidentales los responsables
de esta structura, es de aquí de donde
deberían partir. Nosotros lo intentamos desde el movimiento del decrecimiento pero por el momento sólo existen
resultados a nivel micro, con iniciativas como las cooperativas de productores locales,
que son pequeñas experiencias de decrecimiento, con
muchas iniciativas interesantes en España.
¿Cree que serán los ciudadanos quienes impulsen el decrecimiento o
será una iniciativa de los gobiernos?
Vendrá del pueblo. De los gobiernos por supuesto que no.
¿Por qué cree que los nuevos partidos políticos que están naciendo en
Europa no abordan la óptica del decrecimiento?
Por miedo a no ganar los votos suficientes para llegar al poder. Usted
afirma que vivimos en un mundo dominado por la sociedad del crecimiento que
genera profundas desigualdades.
¿De qué forma esto puede afectar a los ciclos migratorios?
La lógica de la sociedad de crecimiento es destruir todas las identidades.
El problema de las migraciones es muy complejo. Ahora hablamos de millones de
sirios desplazados pero antes de que acabe este siglo habrá 500 o 600 millones
de desplazados, cuando ciudades enteras como Bangladesh o millones de
campesinos chinos vean sus tierras inundadas por la subida del nivel del mar.
Al aumentar las catástrofes del planeta, los migrantes ambientales también
crecerán. En África he observado que no son la pobreza y la miseria material
las que provocan las migraciones, es la miseria psíquica. Toda la riqueza
económica africana representa el 2% del PIB mundial, la gran mayoría representa
la masa de petróleo nigeriano. De esta forma, tenemos 800 millones de africanos
que viven fuera de la economía, en el mercado informal. Cuando hace 20 años yo iba a África había buen ambiente,
mucho dinamismo, la gente quería transformar sus tierras, había muchas
iniciativas, pero hoy han desaparecido. La última vez que fui los jóvenes ya no
querían luchar contra el desierto. Lo que querían era ayuda para obtener
papeles y viajar a Europa, ¿por qué? No es porque ahora sean más pobres que
antes, es porque hemos destruido el sentido de su vida. Los últimos 10 o 20
años de mundialización tecnológica han representado una colonización del
imaginario 100 veces más importante que los 200 años de colonización militar y
misionera. Se les crean nuevas necesidades, en la tele se les venden las
maravillas de la vida de aquí y ellos ya no quieren vivir allí.
¿Diría usted que esto supone una crisis antropológica?
Sí, el crecimiento es una guerra contra lo ancestral. El verdadero crimen
de Occidente no es haber saqueado el Tercer Mundo, sino haber destruido el
sentido de la vida de esa gente que ahora adora el espejismo del desarrollo.
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