La devastación medioambiental ha devenido en crisis existencial para la especie humana en su totalidad. Ya no estamos a tiempo de cambios gradualistas. Es preciso un cambio radical
Con incomparable diferencia, la más temible consecuencia del
atronador griterío circundante es la ocultación de lo que a la sociedad
debería ocuparle de veras. Tanto le aturde la algarabía, y hasta tal
punto le deslumbran los focos del circo insomne, que no solo no acierta a
distinguir las escasas voces significativas de los incontables ecos y
falacias, sino que ni siquiera sospecha que son aquellas las que
tendrían que acuciar su atención y sus actos. Engullidos por el
torbellino de una disputa por la soberanía que la denostada aunque
indispensable política debiera armonizar, los bandos en conflicto han
antepuesto el maniqueísmo a la ponderación; el maximalismo simplista a
la radicalidad de la moderación —siempre atenta a la prudencia y los
matices—; la irresponsable demagogia mesiánica y populista a la
responsable aunque comedida antiépica de una democracia adulta, basada
en la conciencia de la ambigüedad e imperfección humanas y, por ende, en
el diálogo pluralista, el valor de la ironía y la lucidez la razón.
Embriagada por este y otros espectáculos, sin embargo, la sociedad da
la espalda a la peor amenaza que la Humanidad ha enfrentado: un
desastre medioambiental planetario que inició la industrialización, hace
dos siglos, y cuyos admonitorios efectos llevan décadas atronando. El
diagnóstico de la comunidad científica al respecto es prácticamente
unánime, aunque el pronóstico incluya dos posturas al menos: la de
quienes, como Stephen Emmot (Diez mil millones, Anagrama),
claman que el apocalipsis ecológico resulta imparable, dado que ya se
habría rebasado el punto de no retorno; y la de los expertos (Tim
Flannery, Aquí en la Tierra, Taurus) o investigadores (Naomi Klein, Esto lo cambia todo,
Paidós) que, conscientes de la extrema gravedad del trance, sostienen
que ese inminente rubicón no se ha alcanzado aún, y que durante unos
pocos años —hasta 2020, si antes se adoptan medidas drásticas— seguirá
abierta una menguante rendija de oportunidad y esperanza.
Las alarmas se han disparado, y cuesta contarlas. Desde que la
industrialización comenzó, un aumento de 0.8ºC de la temperatura media
global ha provocado múltiples desastres, que se agravarán a medida que
el calentamiento frise los 2ºC; y, sobre todo, cuando rebase ese umbral
en pos de los 4ºC, incremento “incompatible con cualquier posible
caracterización razonable de lo que actualmente entendemos por una
comunidad mundial organizada, equitativa y civilizada”, en palabras del
reputado ecólogo Kevin Anderson.
Aunque tales calamidades llevan décadas gestándose, de modo
relativamente inadvertible y gradual, los científicos temen que
alteraciones cualitativas apenas predecibles precipiten súbitas y
devastadoras catástrofes. Un derretimiento sin precedentes amenaza el
Círculo Polar Ártico y la Antártida Occidental. Están elevándose y
acidificándose los oceános, envenenenados por la polución química y los
detritus plásticos. Antes de 2100 se extinguirá la mitad de todas las
especies terrestres, aéreas y marinas, si prosigue la destrucción de la
biosfera. Los bosques de la Amazonía y de otras regiones tropicales y
subtropicales agonizan a años vista. Las olas de calor extremo, la
contaminación omnipresente y la reducción de las reservas de comida y
agua, entre otras plagas promovidas por el desaforado industrialismo y
la antiética del capitalismo global, están ocasionando un irreparable
deterioro de los ecosistemas y la biodiversidad que, además de
desencadenar sequías, hambrunas y migraciones masivas, fomentará
guerras, represiones y tiranías.
La amenaza no acaba aquí. A día de hoy, las emisiones están creciendo
a tal ritmo que incluso el objetivo de los 2ºC se revela inasequible.
Si el delirio continúa y no se adoptan medidas universales y taxativas,
los ominosos 4ºC serán alcanzados y hasta sobrepasados —la Agencia
Internacional de la Energía augura 6ºC—, y entonces la Humanidad habrá
perdido el margen de control de que dispone aún. La devastación
medioambiental ha devenido en crisis existencial para la especie humana
en su totalidad, un jaque inminente que revela la esencial contradicción
entre la preservación de la biosfera y una civilización extractivista,
basada en la explotación de las personas y el expolio de la naturaleza.
En este trance crítico, cualquier opción gradualista resulta inviable
—incluida la superstición del crecimiento sostenible—, y urgente una
trascendente mutación, individual y colectiva a la vez. No queda tiempo
para especular: estamos en la Década Cero de una emergencia planetaria
que, paradójicamente, podría y debería espolear una movilización
multitudinaria e internacional. La supervivencia de la biosfera y de los
seres humanos, íntimamente dependientes, se abrazan hoy en la misma
causa.
Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor.
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